sábado, abril 03, 2004

La música puede que sea lo único sagrado que nos queda, pero no siempre encontramos las circunstancias adecuadas para escucharla como se merece. Es decir, escucharla realmente, no sólo oír. Pero incluso así, la escucha atenta es muy difícil, casi imposible, a no ser que se realice en el interior, el pozo profundo de la noche, que ya cada vez se adentra más en las horas del lobo. Todavía a medianoche quedan ruidos en el vecindario, y se hace fastidioso ponerse con determinadas obras que rozan el silencio cuando ahí fuera quedan los restos del día, que se resisten a caer en el sueño de los necios. Entonces, es agradable pensar que la escucha flotante también nos depara un conocimiento, un placer alargado en el tiempo. No sólo viene esa melodía por la espalda, y nos deja una caricia que es como una brisa; sino que en los momentos deslucidos de la jornada, lo que entonces pasó como pájaro de paso, ahora se instala, promete una morada para cuando somos desgraciados.

Estaba hace un rato escuchando--o más bien, tratando de--Mozart, su concierto para piano nº 20 en re menor, K. 466, por Murray Perahia y la English Chamber Orchestra, cuando hacia el final de la Romanza (el segundo movimiento) noto que algo se viene abajo, haciendo un ruido deslizante, una masa de papel que aterriza a lo largo del espacio hacia el armario que frena la onda final. Mi torre de periódicos, que tengo que colocar de nuevo, es algo que no es la primera vez, pero bueno... La habitación es pequeña y ya no me queda mucho espacio para colocar nuevos materiales, estos restos de vida, y esta vida en porciones, y este guardar por vicio, por el vicio vital sin el cual no sería. La música sigue, ajena a este incidente, porque está en otra órbita, porque es la felicidad cuando en todos los demás círculos hay niebla y duele la carne. Aunque sea un concierto muy popular, siempre sorprende por algún giro, alguna pausa inesperada, sobre todo en versiones de maestros, como es el caso. Cuando termina, los viejos diarios, los suplementos culturales, algunas revistas, ya están en su sitio, como si nada hubiera pasado. Desde alguna parte me llega el anuncio para salir de casa, tengo prisa, un amigo me pidió que le hiciera un recado. Lo dicho: no tenemos calma, siempre hay que estar en otro lado; por eso esta música intemporal nos promete el tiempo, el presente absoluto, por eso...

Y, otra cosa: ya sé quién es Pfitz, un personaje de la novela de Crumey, que se convertirá en otro narrador incansable. Eso me promete otra búsqueda, del libro que me falta de la trilogía que ha publicado Siruela. Pronto.