Estuve en Barcelona desde el jueves hasta el domingo de la semana pasada, y la verdad es que el lunes por la mañana, al llegar a la deprimente estación de tren de Málaga, no tenía ganas de nada, y la verdad es que sí estaba cansado de verdad, tras una larguísima noche en viaje (pero sigo prefiriendo los trenes, así que no vale quejarse). Le dije a una amiga en Barcelona que no sé si seguiría con el blog, porque hay cosas en la vida más importantes que llevar un diario en red, y que nuestros gustos literarios, nuestros comentarios cinéfilos o melómanos son casi nada al lado del vacío existencial que uno acarrea desde hace ya mucho tiempo. Necesito sentirme querido, saber que hay gente al otro lado, y eso antes lo conseguía mejor en los foros, así que de alguna forma me tomaré parte del tiempo "bloguero" para volver a la comunicación más caliente y comunicativa de esas comunidades virtuales; de hecho, estuve con dos amigos que he conocido gracias a los foros, y de momento, eso no ha pasado con nadie que tenga un blog (y a este paso, me parece que eso no sucederá; cruzar el Atlántico no está de momento en mis planes).
"Para mí, viajar consiste en buscar un poco de conversación en el fin del mundo" (Manuel Leguineche). En el artículo de Sergi Pàmies del 18-8-2005, "Nuestro lugar en el mundo", en donde comenta la película de Aristarain. "Cuando uno encuentra su lugar ya no puede irse" (F. Luppi), y el viaje interior ha terminado. Mientras tanto, la espiral sigue, hasta que...
Pero he vuelto, y el doloroso viaje interior prosigue, pues. No, mi lugar en el mundo no está allí. Deseo, desde el lunes, desde la noche del domingo, volver a Madrid, Madrid, claro que sí; para Reyes, para ese largo fin de semana, las ilusiones de los niños, el fantasma de otro tiempo...
"Soy como un perro con su amor por el infinito", se dice en
Los Cantos de Maldoror, del conde de Lautréamont, una cita a su vez tomada de
La hermosa habitación está vacía, de Edmund White (Destino, 1995, p. 15). El libro que ahora leo, que compré en una librería de Gracia (Taifa), ese domingo ya anocheciendo, que regenta un poeta, un enamorado de la poesía, que me miró un poco raro cuando me vio entrar, tal vez no me tenía entre su catálogo inmenso de rostros, como el de esa chica que había en la caja también para pagar, vi algo de Baudelaire, y soñé, mirando su bello rostro, su look bohemio, en lo que le diría delante de un vaso de absenta, en una calle de París, en otro siglo, en otro espacio...
Como la chica que venía a mi derecha (al otro laldo del pasillo), y en la que me fijé cada vez que tenía ocasión: de una bolsa roja sacó una pequeña almohada para acomodar su cuello..., se iba estirando como una gata, cambiaba de postura, su cuerpo largo y esbelto, sus poses tan femeninas, las curvas de su cuerpò, y yo tan cansado, pero sin abandonarme al sueño del todo. La vi bajarse en la estación de Andújar, Jaén, un sitio que imagino el más perdido de los que existen, pero que ahora ya me dice algo: tal vez ahí vive la que leía
La Biblia de Barro de Julia Navarro (¿es el libro de moda?), la que dormía con serpientes de seda...
Sí, recupero una imagen de la felicidad en Barcelona: una librería de viejo en la calle Canuda, un silencio casi imposible al fondo, mientras camino junto a otra gente entre libros de otro tiempo; y el silencio respira, ¡increíble! También encuentro ese silencio de los libros en Taifa, adentro, donde los libros de segunda mano y las ofertas.
El pequeño paraíso: el restaurante Coure. Blanco sobre blanco, y el baño en un azul oscuro, el azul de la felicidad. No hay música ambiental, otra cosa rara. Los camareros visten impecablemente, se mueven casi como siguiendo una coreografía secreta, y todo es bueno, todo es perfecto. Sólo pienso en una cosa: ser feliz. Mientras tanto, no puedo dejar de moverme.