lunes, abril 24, 2006

¿Una nueva radicalidad?

En el número de abril de la revista Scherzo escribe José Luis Téllez un artículo que se titula Estrategias del silencio, dedicado a Sánchez Verdú precisamente. Lo que me interesa de ahí es la última parte, cuando trata del silencio y su utilización en la música actual, tras el radicalismo iconoclasta de las décadas pasadas. El silencio no ya como antinomia del sonido, sino como complementariedad, como energía negativa, algo que se demuestra muy bien en las últimas obras de Luigi Nono (... sofferte onde serene...; Como una ola de fuerza y de luz; también en la hermética ópera o teatro musical Prometeo, subtitulada muy apropiadamente La tragedia de la escucha). Acaba el artículo con las siguientes palabras: "La música es un modo de escuchar el silencio: pero nunca lo habrá sido tan decisivamente como lo es hoy".


Luigi Nono :: la música comprometida

La tragedia de la escucha. Escuchar, es muy difícil. Yo creo que, hoy día, es una tarea imposible. Ya sabemos las palabras que escribió Nono en su última época, cómo estaba obsesionado por todo esto, por la arquitectura en la que los sonidos resonaban, cómo volvió en este sentido a Gabrielli y otros músicos señeros de aquella época, y cómo le preocupaba la pura materia sonora, fuera ya del contexto político en que se movió en los años más duros. Muchos han sido sus discípulos, pero no todos han conseguido entender su legado, y hubo otros que decidieron huir de su cerco y tomar nuevos senderos, para abrir un supermercado de sonidos extraños, como hizo Lachenmann. No se puede ser fiel al maestro, hay que superarlo, es negativo quedarse en su entorno, hay que matarlo de alguna manera. Lo que Nono pedía era ni más ni menos que un oyente activo, y es esto precisamente lo que no hay. Normalmente, el oyente está distraído cuando no zumbado, por tanta música horrible a mansalva. Inmersos en una sonosfera sucia (rock & roll is noise's pollution), no pueden percibir las microvibraciones del aire, distinguir los ppp con que la mayoría de compositores de vanguardia trabajan en sus partituras. En un mundo literalmente atronado, en donde el ruido ha sido elevado a la categoría de fiesta cuando no festival (cuando pasarse cuatro días enteros aporreando tambores es declarado patrimonio de ciertos pueblos), en un país pandemonio, la música de matices es algo que es declarado prácticamente inexistente. La música que avanza, la de creación, que es la última que distingue Sloterdijk en Extrañamiento del mundo, es además una música autista y un poco misántropa, que no necesita del público, como las otras, para existir y alcanzar su gloria efímera o más duradera. Pero es justo este paradigma de la comunicación por todos los medios, lo que hoy no nos podemos quitar de encima, y es por esto que la música es conformista, porque se adecúa a oídos poco competentes. Escribir pensando en el público es el principal pecado de los jóvenes compositores que no quieren sentir en sus carnes vanidosas ese rechazo mayoritario del público (ya digo, siempre escaso) que asiste a los conciertos. Toda una generación pasó por Europa y el mundo sin ser aceptada o mínimamente entendida, y fueron los años de la creación de ghettos musicales como Darmstadt, Donaueschingen y demás localidades que se jactaban de tener en sus recintos a lo más granado de la vanguardia mundial. Hoy día se siguen manteniendo, pero han perdido aquella aureola de sitios míticos o cerrados, por el hecho de que ya cualquier localidad quiere su semana de música contemporánea, como su Museo de Arte Contemporáneo, para no quedar mal con su tiempo. Pero a la vez que se abrió la veda para el libre concurso de sonidos por doquier, también se puso todo ramplón, y cualquier pelagatos es celebrado cuando antaño se formaban tremendas broncas, cuando eran todavía tiempos de sinceridad a la hora de sentenciar un estreno.

Los años radicales, hay que decirlo con todas las letras, han desaparecido, tal vez para siempre. El terrorismo sonoro de un Varèse, de un Xenakis, la extrañeza de un Ligeti o la complejidad de un Carter ya no existen entre nosotros, y los que triunfan o se mantienen en los circuitos de la contemporánea son los más accesibles, los más coloristas o tonales, casos de Shostakovich, Takemitsu, Schnittke o Magnus Lindberg, principal exponente del eclecticismo actual. Si hacemos un repaso a las décadas anteriores, podemos hacer un primer corte hacia los años 60, cuando irrumpe el minimalismo en Estados Unidos, coincidiendo más o menos con la revuelta beatnik y la aparición del pop tipo Beatles. En su versión dura, como Reich, Feldman o La Monte Young, es una música que hace pensar o meditar, que te coloca en un estado de éxtasis singular, y que no es más que contaminación de toda esa maravillosa influencia oriental que tuvo en Cage su máximo paladín. Estos años lisérgicos no volverán, esa experimentación a lo Harry Partch es decididamente extemporánea y habrá que esperar a un próximo terremoto en la Costa Oeste para que surja un clima similar. En su versión blanda, el minimalismo ha llegado a la vieja Europa y se ha dado a conocer en su peor vestimenta, con los ejemplos de Glass, Adams y otros popes del menos es más. Encontramos en estas obras, como el Concierto para violín del primero o Tromba lontana del segundo, una reducción a sus mínimos elementos del pragmatismo americano, de su gusto por lo popular, por una música de cada día y para el hombre común, como en la fanfarria del Padre Ives.

En esos años se da la máxima experimentación, también en Estados Unidos, de lo cual es ejemplo máximo un valioso doble CD del sello Vox Box, con obras para cuarteto de cuerda compuestas entre 1950-1970, por autores como Crumb, Feldman, Druckman, Hiller y otros menos conocidos aún. Una pieza escrita a principios de los 70 por George Crumb, contra la guerra de Vietnam, titulada Black Angels, es el mejor ejemplo de esa radicalidad extrema de los Estados Unidos, pero que pertenece sólo al genio creador de Crumb, no es extensible al resto del país. Lo vamos a decir claro de una vez: la música del siglo XX es la más variada y diversificada de cuantas se han escrito a lo largo de los siglos, y cada autor tiene su mundo, y estos mundos pueden ser tan bellos y magnéticos como los que crea este Crumb, pedazo maravilloso de una tierra singular de voces de niños, insectos y metales a flor de piel. Mientras en Europa los popes de Darmstadt se quebraban la cabeza con ecuaciones de tercer grado, asíntotas e hipérboles, y surgía la música estocástica en Xenakis, en otras regiones del mundo se vivían los primeros rumores de la world music, primer síntoma de globalización que conocemos hoy en su máximo esplendor, pero todavía escasamente aprovechado. Vinieron los 80, y empezó a decaer la fuerza de los maestros; por contra, en Francia y alrededores surgió la última escuela o tendencia que conocemos y que ha tenido repercusión, la música espectral desarrollada a partir del "sonido redondo" de Scelsi y de las investigaciones con el espectrógrafo, analizando en detalle una sola nota sacada habitualmente de una cuerda grave. La obra maestra que ha quedado, pues su autor se nos fue, se titula Les Espaces acoustiques. En los 90 algunos solitarios morirían (Messiaen), y los que quedaban se volvían más accesibles. Surgieron también nuevas voces, y algunas de gran calado, como la de Julio Estrada, cuya ópera Murmullos del páramo basada en Rulfo se podrá ver/ escuchar en breve en Madrid.


Olga Neuwirth :: femme terrible de la música actual

Pero digamos que esto último, la supuesta continuación de las vanguardias por manos jóvenes, es lo raro, y que los jóvenes se apuntaron enseguida a lo más convencional, a tratar de llegar al público, ser aplaudidos y queridos, como no lo fueron sus "padres" espirituales. Es el tiempo del "todo vale", o la comunicación al poder. La historia de la música aparece como una caja de herramientas, que puede ser usada a discreción o de forma indiscriminada (A. Part, Gorecki, Schnittke y su poliestilismo, los nuevos sincretismos, el neorromanticismo de Penderecki, la "vuelta a las formas" --sinfonía, sobre todo). La vanguardia americana sigue siendo una desconocida en su mayor parte (ahora rescatada en sellos como Naxos o Mode, tras su paso por New World Records). La vanguardia europea, cuyos máximos representantes ya huían de sus dogmas en los 70, se apunta también al eclecticismo, como la vía libre para la mayoría de los compositores nacidos en los 60 y 70 (sólo compositores como Olga Neuwirth o Johannes Maria Staud beben de las fuentes más radicales y realizan discursos coherentes en su posmodernidad cansada). Algunas jóvenes promesas escriben música mixta, con parte instrumental y parte electroacústica, y en algunos consagrados alcanza su perfección esta modalidad: Kaija Saariaho, Jonathan Harvey, por ejemplo. También la ópera ha vuelto con fuerza en las últimas dos décadas. Nada ha muerto, todo se ha reciclado.

jueves, abril 20, 2006

Avanzar o morir (¿adónde va la música contemporánea?)

Para Myriam, amante de todas estas músicas

Hace algún tiempo que la música contemporánea, tal como conocemos a la música culta de nuestros días, ya no me entusiasma. Yo, que fui un asiduo de conciertos de este tipo, que viajaba a veces a lugares lejanos para ciertos conciertos, que escuchaba en radio o en CD las obras más radicales, me doy cuenta tras un tiempo que ese fuego se ha enfriado, y que si queda algo, son sólo rescoldos. Me pregunto si este enfriamiento se deberá a ciertos resortes subjetivos, u obedece a factores externos, como si decimos, y no erramos, que la producción de cine independiente ha bajado su calidad, y que ya no se hacen películas como en los años 70, 80 o los primeros 90, cuando empecé a devorar imágenes, antes de mi aventura en la música, el arte sagrado.

Lo cierto es que atravesamos años tibios en todos los campos del arte (no quiero poner esta palabreja en mayúscula, porque no creo en un Arte glorioso, sólo en momentos de sublimación y en otros de hiperrealismo feroz, los que ahora nos tocan). La música contemporánea siempre lo tuvo más difícil, porque tras la ruptura con la tonalidad perpetrada por Schönberg a comienzos del pasado siglo, el público (poco, escaso, como siempre fue) se fue alejando de unos sonidos que, paradójicamente, por vez primera respiraban el aire más fuerte y puro, pero ¡ay!, descubrimos que era un aire recargado, de otros planetas, como se dio cuenta el maestro en el último movimiento de su Cuarteto de cuerda nº 2, con voz incluida. Ese aire que parecía sobrenatural, era el mismo que los otros colegas de las vanguardias pictóricas y demás respiraban ya a pleno pulmón. Esta ruptura, que trajo sus consecuencias en años posteriores, con la separación entre música culta y música popular a partir de la irrupción del fenómeno pop de masas, se consolida en nuestros días tibios, con debates que se pueden seguir de vez en cuando, el último que recordamos tuvo lugar entre Félix de Azúa, periodista y escritor bien conocido, y el compositor español José María Sánchez Verdú. En el intercambio de "cartas" que tuvo lugar, salió ganando, digamos, por pura pirotecnia verbal, el primero, con su defensa de la música audible de Shostakovich y Berg frente a la música rígica de Schönberg, nombre que además escribe como le viene en gana. También hace años Alessandro Baricco, periodista musical, digamos, de dudoso valor, también salió en defensa de la música mayoritaria frente a esa música que no es ni siquiera sana de escuchar. Su famoso lema "Un joven veinteañero va a un concierto de U2, no a escuchar los cuartetos de Beethoven", pasa por la defensa de la música-espectáculo, como la de Mahler o Puccini, frente a la mortificación y seriedad de la música de cámara.


Helmut Lachenmann, torturador de oídos poco entrenados

Estas salidas de tono responden muy bien al clima de los tiempos, los tiempos nuevos que corren, que desde los ochenta a esta parte, han hecho que incluso compositores de la vieja vanguardia, como Ligeti, Xenakis o el mismo Lachenmann, suavizaran sus formas, aligeraran sus maneras, digamos, para hacer asequible esos sonidos turbios, secos y desagradables que hacían que el poco público huyera de las salas-ghettos en que desde hace mucho vive recluida la música más cercana. Así de lamentable es el panorama, que sólo hay que comprobarlo en las reseñas o "críticas" de conciertos de contemporánea en los pocos diarios que se atreven a publicar algo en este sentido: ocupan poco más de cuatro líneas, en un espacio tan reducido, que parecen esquelas baratas más que información fresca de la mejor música a la que podemos entregarnos. Porque una cosa sigue siendo cierta: por muy dudosos planteamientos que subyazcan a las obras y malas "negociaciones" (por usar un término que ciertos críticos suelen usar para hablar de las interpretaciones) por parte de los músicos, cualquier trozo de estas músicas vale mucho más que esos macroconciertos o festivales pijoteros que pululan por doquier. Pero la música contemporánea es muy minoritaria, se nos dice, no vende, no gusta, los que la escuchan son raros...

En un reciente concierto en Madrid, cuando el estreno de Solo for Voice 58 de John Cage, creí ver a Charles Manson redivivo, entre el público.

(continuará)

lunes, abril 17, 2006

Viejas pasiones en un cuerpo cansado

Uno. Por unos días, la sensación de haber vuelto. Como quien espera algo, me meto en la sala oscura, y veo algunas buenas películas, alguna roza la emoción verdadera, la otra es una pura imaginería, un canto al niño que llevamos dentro. Munich, de Steven Spielberg, es tal vez su trabajo más ambicioso hasta la fecha. Yo lo sabía, esta historia lo que cuenta es algo aterrador: el comienzo del terrorismo de Estado, la organización desde dentro de las muertes necesarias para los Otros, los que quisieron hablar con las armas porque las bocas callan, nunca se entienden. La verdad, con esta película, uno tiene que tomar partido, y cualquiera que me conozca un poco sabe qué partido tomé. Me encanta cómo, en tres flashes, en tres secuencias de gran fuerza expresiva, se nos muestra la matanza de los árabes contra los once deportistas israelíes. Y me dije: se lo merecen, los muy cabrones. La imagen final, muy sutil, de las Torres Gemelas, desde Brooklyn, es una señal. Esperad unos años, y os enteraréis.

Dos. El castillo ambulante es la otra alegría de una semana santa asquerosa, porque que tomen el espacio público estos católicos de pacotilla siempre me mosquea mucho. Así que el Jueves Santo me fui a ver esta joya del cine de animación, que nos cuenta algo que no sabemos muy bien qué es, con la Metamorfosis como principio desencadenador del relato, pues no cesan de darnos vueltas alrededor de una noria multicolor, y yo no quiero que pare, y eso que dura sus dos horas la cinta (en la sala, una madre descerebrada paseaba en el carrito a un bebé, no tendría ni dos años el crío, qué lástima). Hay que decir ya, de entrada, que no es una peli para niños, y ni siquiera muchos adultos la entenderán, sobre todo en el tramo final, cuando Sophie declara que está en la Infancia del héroe. ¿Qué es eso de la Casa del Tiempo que va a dar directamente a un prado multicolor, que es una infancia que hay que volver a atrapar? Parece entonces que estemos leyendo a Philip Pullmann. En fin, hay momentos manga que no me gustan tanto, y otros que bordean la cursilería, pero en ciertas partes, hay brillantez, como cuando los cambios de dimensión tempo-espacial. Por no hablar de esos fondos hiperrealistas, o toda la imaginería del castillo rodante, con sus patas de gallina (El Bosco in Japan, hay que joderse), o el personaje de Calcipher, genial y divertido. Y esa viejecita diciendo: ¡Qué fuego tan bonito!

Tres. Termino, decepcionado, la novela de Pérez Reverte, estoy unos días con la biografía crítica de Kavafis escrita por Robert Liddel (Ultramar), pero no termina de gustarme, aunque enterarme de la vida entre vulgar y a ratos emocionante del poeta alejandrino me hace evocar aquellas lecturas de mi primera juventud, cuando yo tampoco sabía que era poesía homoerótica, y la leía en compañía de mi amante de entonces, una chica que me gustaba mucho, y que me hizo sufrir demasiado. No está el pronombre en esos poemas, tal vez yo era muy torpe, y tal vez, lo que necesitaba era desprenderme de esa necesidad de compañía, masculina sobre todo, que me acució en la adolescencia, cuando a falta de un padre fuerte y comprensivo, me refugié en la oscuridad.



Y descubro una novela con mayúsculas, Austerlitz de W. G. Sebald (Penguin, 2002), que habla de años oscuros en la Europa más convulsa de su historia, de una búsqueda (toda historia real es una búsqueda, de algo oscuro que late al fondo de las cosas, en el confín de la mente), que realiza el personaje que da título a la obra tras una crisis nerviosa que lo llevará a vagabundear por la noche londinense, a comienzos de los años 90. Lo que descubre poco después es nada menos que su verdadera identidad, borrada por sus padres adoptivos, cuando tuvo que viajar a Inglaterra huyendo de los nazis. Todo esto se lo contará una mujer ya anciana en una casa de Praga, y todo esto se lo contará JA al narrador alemán de la historia en su casa (la de Austerlitz), en una calle tranquila de East End londinense, a finales de esa década. El narrador, a su vez, nos lo cuenta a nosotros, ahí es nada la metaficción en su cumbre más alta. En realidad, la narración está organizada a través de los encuentros de nuestro hombre con este Austerlitz que se parece mucho a Ludwig Wittgenstein, por dos cosas al menos: lleva una mochila como su bien más singular y propio, y comienza a hablar in media res, sin los preámbulos típicos. Y tiene una crisis de lenguaje antes de su venida abajo nerviosa del verano de 1992. Todo esto, toda esta cascada de sucesos y citas y paisajes, está ilustrada con fotografías, una pasión de las que ya no te dejan.

Por qué tuvo que morir, en una muerte absurda, el más grande narrador que teníamos.

W. G. Sebald :: El viajero y su lamento, por Susan Sontag

viernes, abril 07, 2006

Una guerra, todas las guerras

La crítica ha dicho que estamos ante el trabajo definitivo de Pérez-Reverte, escritor del que aún no había leído hasta esta novela: El pintor de batallas (Alfaguara, 2006). Hay lectores que piensan que es un trabajo más, y que ni siquiera se le puede llamar novela. No pienso lo mismo, y eso que todavía me quedan cien páginas. Pienso que estamos ante una obra implacable, bien escrita, bien planteada, estructurada, y con unos diálogos que alternan con pasajes reflexivos de gran calado, que hacen que la lectura sea amena además de jugosa (un PR reflexivo en vez de aventurero, me gusta, me gusta). El enfrentamiento dialéctico entre el pintor Faulques y el viejo soldado Markovic, un superviviente de la guerra de la antigua Yugoslavia, es de lo mejor que se puede leer ahora, y no es difícil imaginar que todo esto se convierta en película. Lo que no me convence tanto es el otro personaje del triángulo: Olvido Ferrara, amante de Faulques cuando era fotógrafo de guerra, y que aparece dibujada con matices poco sutiles, trazada de forma gruesa, con brocha gorda se diría: es la superwoman de nuestra época, es guapa (ha sido modelo un tiempo), es rica, de buena familia, es aventurera, es experta en pintura (su padre fue marchante de arte) y además le encanta seducir, follar, etcétera. Cuando Faulques recuerda episodios de su idilio, todo me suena falso, no lo puedo evitar. Pero si nos olvidamos de esto, la novela resulta. Hay intriga, no sabemos qué pasará con el pintor, y tampoco sabemos qué pasa por la cabeza de ambos, el supuesto verdugo del pasado (las imágenes no son inocentes, la reflexión sobre ellas es para quedarse pensando) y el que vuelve de entre los muertos para vengarse de forma lenta, reflexiva. Y la pintura circular, por supuesto, la descripción de ese fresco gigantesco, en el centro de la historia. Paolo Uccello como modelo. Bien.


Paolo Uccello: La batalla de San Romano

jueves, abril 06, 2006

Emoción verdadera



Hay quien la considera una película fría, pero a mí me parece justo lo contrario. La ví por primera vez en el cine (el escenario ideal), completamente solo en la sala, a medianoche (quien me la recomendó se largó en el coche, me dijo que era muy triste, pero no me quiso acompañar en el sentimiento; y fue la última vez que la ví). Luego la ví en TV, en vídeo, pero la grabación no era buena, por problemas de imagen y sonido. Y anoche la pude ver de nuevo, esta vez bien, sin cortes, en Canal 2 Andalucía (la única cadena pública que está haciendo algo por el buen cine). ¿Película para el lucimiento del yo de Nanni Moretti, su director y "actor" principal? Puede ser, pero no creo que sea sólo para eso, es más, eso resulta secundario. Lo que sucede con un filme así, que es uno de los mejores que se han hecho en este nuevo siglo (la ví en noviembre de 2001), es que muy pocos están preparados para ver y entender una película tan sensible, tan transparente, tan llena de emociones a flor de piel, y también sentimientos ocultos, obstáculos, cosas no dichas, resortes inconscientes. Además, es la primera película en la historia del cine, cabría decir, que trata la muerte de una forma directa, sin tapujos, mostrando el verdadero dolor por la pérdida, las complicaciones del duelo posterior, la difícil recuperación. En los primeros minutos, Moretti nos presenta a una familia feliz, completamente feliz (sí, ya sé que los tiempos cínicos de ahora no quieren escuchar esto): padre psicoanalista, madre que trabaja en una editorial (o algo así), hijos en la primera juventud, todos son deportistas, comen juntos (cosa que muchas familias no hacen), discuten juntos los problemas, y todo alcanza el clímax en esa escena dentro del coche, cantando en italiano (primero el padre, luego se unen los demás). Lo que al comentarista anterior le molesta es que sea Giovanni (NM) el que lleve esa voz cantante: es que así tienen que ser, en cualquier familia que no sea un esperpento. Ya bastante tenemos con esas familias from USA, de padres separados, que son el cáncer de una sociedad neurótica. Cuando veo esta película (y no será la última), pienso con cierta envidia que es la familia que me hubiera gustado tener, unos padres cálidos y comprensivos, y no los padres que me tocaron, todo lo más opuesto a los del filme.

La segunda parte se inicia con una leve transición, que la música de Piovani resalta adecuadamente: es ese domingo fatal que cambiará el curso de la historia de esta célula social. La llamada fatal, el encadenamiento de situaciones, de imprevistos, que da lugar a lo irremediable. La muerte en primer plano. Sólo hay una película de entonces que también muestra la muerte en frío, Pau y su hermano. El dolor de Giovanni y de Paola se expresa de manera distinta, pero ahí está, y nos hace llorar. Lo que sigue es un intento de G. de aturdirse para no pensar (en la feria, sobre todo), es el comienzo de la depresión. Luego, las palabras no bastan, por muy unidos que estén. La habitación del hijo está vacía. Su pérdida es irreparable. Entonces, la estrategia más lógica, aunque no por ello correcta, es pensar "¿por qué no...?", "¿y si...?", que es volver reversible en la imaginación lo que sucedió de un modo asquerosamente fatal. Las Water Dances de Michael Nyman se escuchan una y otra vez, rebobinando; cuando está de nuevo ante el paciente fatal (Oscar), no puede evitar pensar en lo que tendría realmente que haberle dicho aquel domingo. Pero vivimos en un mundo espacio-temporal irreversible, no hay posible marcha atrás, esto un materialista ateo tiene que aceptarlo de entrada. En esta etapa, que puede durar semanas o meses, pues es la más difícil, los achaques de culpa y las explosiones de rabia son frecuentes, y G. se plantea seriamente abandonar su profesión, ya que está metiendo su subjetividad de forma peligrosa en el dispositivo analítico. Así que la tercera fase del duelo es tratar de recuperar al Ido mediante sus restos visibles, en este caso una amiga del fallecido que llega sin querer casi. Arianna no resulta ser como ellos creían (¿tal vez esperaban una chica más madura?), y encima, ahora está liada con un tal Stefano, pero a pesar de todo la acompañan hasta la frontera con Francia, y allí se despiden de lo último que les quedaba del hijo. ¿Es la dispersión por la playa, al amanecer, el símbolo de esa aceptación final?
***

La otra noche, entrevista de Iñaki Gabilondo a José Luis Sampedro: qué escritor tan crítico, tan lúcido. Una de las cosas que dijo, fue que nuestra sociedad ha dejado de lado la muerte, que la gente vive ahora como si no se fuera a morir nunca. Esto me parece muy grave, y es justo lo que estas dos películas que menciono sí que hacen. Nos dicen: vive como si fuera la última primavera, el postrer invierno, la muerte aguarda, la muerte es la que da sentido a la vida y la completa. Si no sabes esto, no sabes nada.

martes, abril 04, 2006

Madrid me mata

Salgo del metro en Colón, las dos torres gemelas, verde con un poco de naranja, ahí frente a mí, pregunto a un taxista allí aparcado que dónde queda la calle Monte Esquinza, y me señala una esquina en rojo, que corresponde, creo, si mi vista no me falla, a un VIPS. Pues bien, voy por la acera, y qué es lo que me encuentro a mano izquierda, la famosa Audiencia Nacional, que en vivo y en directo es una cosa corriente, no ese edificio siniestro que aparece comúnmente en TV. Cruzo la calle Génova (una de las calles más pijas de Madrid, por lo que ya diré) y enlazo la famosa calle de las galerías de arte. Pero en pocos metros, y en cada esquina, lo único que veo son policías nacionales, un furgón policial al lado, y al otro lado de la calle (una transversal), hasta una tanqueta. En la otra acera veo de refilón el nombre de la galería, Astarté, pero la que me interesa está en la acera por la que voy: Nieves Fernández, hay que tocar a un portero, está en el bajo derecha, me abren la puerta, cruzo un portón de madera enorme, y luego subo apenas unos peldaños, a la derecha justo comienza la exposición de Yannis Kounellis, ese líder del arte povera, he oído de ésta en Miradas 2 y también en las guías de este fin de semana. Todo se puede aprovechar, los materiales más de cada día, un somier, un abrigo de mendigo, raíles de tren, telas manchadas del negro de unas vidas rotas, a contracorriente. Trenecitos de metal, de juguete, salen de unas oquedades de la madera colgada. Curiosas esculturas. Negro con un poquito de blanco. Lienzo-lecho, y el acero agujereado. Envuelto en la tela negra, o el saco de arpillera que cuelga, vidas nómadas, asimétricas. La galerista conversa con una amiga o clienta. Me digo que qué curioso, que este artista haya hecho esta instalación expresamente para esta galería, en el barrio más pijo de la capital. Salgo, regreso por la misma calle, me fijo en que ahí en la esquina está la Embajada Británica, de ahí la vigilancia policial estricta. Tuerzo por calle Orfila, y por la acera derecha veo la galería Marlborough, me meto, hay dos muestras, una de un español que no me gusta mucho (tipo collage, nada nuevo bajo el sol del arte) y otra de obra gráfica from USA, que contiene algunas piezas maravillosas, por lo secretas, de los mejores creadores de aquel país. Salgo de nuevo a la calle y en la otra acera veo el Hotel Orfila, que tiene dentro un restaurante de lujo, el Jardín de Orfila, un Relais & Chateaux en la capital, creo que el único que existe. Un poco más arriba, un italiano que me parece vulgar, Enzo. Salgo de nuevo a Génova, a la altura de la sede del Partido Popular (esta vez sí que es casi tan siniestro como en TV), y esperando para cruzar por el paso de cebra, veo a la chica más buena que uno se pueda imaginar, viste unas mallas blancas apretadísimas, a rayas negras, que le marcan su perfecto culo, y resaltan sus largas piernas, lleva tacones, es elegante a la vez que terriblemente sexy, la modelo con la que cualquiera soñaría. Baja por Argensola, y justo cuando la sigo, me topo en esa misma acera con Poncelet, la tienda de los quesos, y aunque no entro, no puedo evitar mirar las delicatessen que tienen dentro, Dios (antes, en la calle Monte Esquinza, otra deli increíble). La calle baja, y ya quién sabe dónde estará la chica buenorra, ferretería, sí, Orellana, y me pierdo Cacao Sampaka. La calle detrás de la Audiencia está cortada al tráfico, llena de policías y vallas. Cruzo un jardín y llego de nuevo a Colón y aledaños, el Paseo de Recoletos, me siento en un banco, un tipo viejo echa un discurso a unas niñatas (Dios, y esta chica a la salida del metro en Retiro, con una faldita-gasa que le marca perfectamente las nalgas, va tan cerca, pero es como si fuera en otra dimensión), la exposición de Rembrandt en la Biblioteca Nacional, buf, eso para mañana, ya no hay tiempo, y no tengo ganas, estoy demasiado cansado. Así que cruzo el Paseo mencionado por el paso de peatones subterráneo, que huele a orines y están todas sus paredes grafiteadas, y a la izquierda cartones en donde es posible que haya dormido un lobo (el sábado hay un músico tocando el saxo), salgo justo para chocarme casi con el Centro Cultural de la Villa, pero sólo hay niñatos de instituto, danza y Valle-Inclán, no me gusta nada. Me siento un poco en un banco de la plaza de la bandera gigante, los niñatos de los monopatines, siempre, trato de llamar a M. pero no coge el móvil, así que sigo caminando, enlazo Goya, y la recorro hasta llegar a El Corte Inglés, y ahí estoy casi media hora miroteando libros y también algún disquito, pero no me compro nada, ya vendremos el domingo, si nos sobra algo de los restaurantes (el domingo están todas las tiendas de moda abiertas, es el primer domingo de mes, y me gustaría que fuera así siempre, aunque no tenga dinero). Caminar por Velázquez, una de las calles más señoriales de Madrid, Iroco, el Hotel Wellington, Paninoteca d'E, terrazas, pijos, el sol de la primavera, el Retiro encendido, ecos de la India en la sangre.

Lo mejor de todo fue la Taberna de La Ardosa: cervezas buenísimas (aunque pedimos la clásica rubia), tortilla de patatas jugosísima, y un salmorejo cordobés para chuparse los dedos. ¿Qué más se puede pedir? Y al lado, una tienda de frikis fotografiando a unos modelos, jeje.

lunes, abril 03, 2006

Madrid-India

Viernes noche, vamos a cenar al Annapurna, restaurante indio en la calle Zurbano, nº 3, en esa misma calle está el Santo Mauro, hotel y restaurante de lujo, ahí de momento no podemos ir. El local es amplio (por no decir enorme), moqueta de color rojo por todas partes, paredes color ocre, pinturas en tela preciosas, y una mesa, la nuestra, junto al jardín en sombras, del otro lado, como a la espera de que suceda algo. Los camareros, que pululan por los distintos salones, van todos de negro. Lo que comemos tienen nombres como: murgh tikka, seek kebab, palak paneer (un curry con espinacas y queso fresco, muy suave, delicioso), dhal, chawal (el arroz más típico), nan (el pan para los primeros platos), la cerveza se llama Cobra, y la hierba luisa con anís, contra el insomnio, es realmente olorosa y rica, algo de otro mundo.

Sábado noche, Auditorio Nacional, sala de cámara, estreno mundial de 18 Microtonal Ragas: Solo 58 del SONG BOOKS de John Cage, con Amelia Cuni como cantante (voz dhrupad), dos percusionistas que la rodean (uno oriental, es decir, al modo oriental) y el otro con instrumentos y vestimenta y actitud de occidental. También hay una parte ya grabada, preparada por Werner Durand, que salió al final a saludar. Scelsi decía que su casa en Roma estaba en el eje en donde se cruzaba Oriente y Occidente. Este fin de semana, ese cruce se dio en Madrid, en esas dos noches, y en otros momentos más extraños, que en la frescura del Retiro de ayer domingo, uno casi había olvidado.

(Enrique de Viana, Señor de Ningún Reloj)

Todos mis sueños son crueles, presentan un crimen, un grito congelado, algo que no tendría que haber ocurrido, pero que está ahí. Los pájaros negros, corretean sobre la pelusa verde, pisoteada por los niños, ensuciada por los domingueros.

Imitación de la India, sí, pero posibilidad de volar a otro mundo. El alma contenida en la voz. Muévete simple, y ágil, y naranja es la posibilidad, de ser mejor.

Madrid no se acaba nunca: La luz de la sombra, Rembrandt grabador en la Biblioteca Nacional, un libro, dos planchas de cobre y 146 grabados...