lunes, abril 17, 2006

Viejas pasiones en un cuerpo cansado

Uno. Por unos días, la sensación de haber vuelto. Como quien espera algo, me meto en la sala oscura, y veo algunas buenas películas, alguna roza la emoción verdadera, la otra es una pura imaginería, un canto al niño que llevamos dentro. Munich, de Steven Spielberg, es tal vez su trabajo más ambicioso hasta la fecha. Yo lo sabía, esta historia lo que cuenta es algo aterrador: el comienzo del terrorismo de Estado, la organización desde dentro de las muertes necesarias para los Otros, los que quisieron hablar con las armas porque las bocas callan, nunca se entienden. La verdad, con esta película, uno tiene que tomar partido, y cualquiera que me conozca un poco sabe qué partido tomé. Me encanta cómo, en tres flashes, en tres secuencias de gran fuerza expresiva, se nos muestra la matanza de los árabes contra los once deportistas israelíes. Y me dije: se lo merecen, los muy cabrones. La imagen final, muy sutil, de las Torres Gemelas, desde Brooklyn, es una señal. Esperad unos años, y os enteraréis.

Dos. El castillo ambulante es la otra alegría de una semana santa asquerosa, porque que tomen el espacio público estos católicos de pacotilla siempre me mosquea mucho. Así que el Jueves Santo me fui a ver esta joya del cine de animación, que nos cuenta algo que no sabemos muy bien qué es, con la Metamorfosis como principio desencadenador del relato, pues no cesan de darnos vueltas alrededor de una noria multicolor, y yo no quiero que pare, y eso que dura sus dos horas la cinta (en la sala, una madre descerebrada paseaba en el carrito a un bebé, no tendría ni dos años el crío, qué lástima). Hay que decir ya, de entrada, que no es una peli para niños, y ni siquiera muchos adultos la entenderán, sobre todo en el tramo final, cuando Sophie declara que está en la Infancia del héroe. ¿Qué es eso de la Casa del Tiempo que va a dar directamente a un prado multicolor, que es una infancia que hay que volver a atrapar? Parece entonces que estemos leyendo a Philip Pullmann. En fin, hay momentos manga que no me gustan tanto, y otros que bordean la cursilería, pero en ciertas partes, hay brillantez, como cuando los cambios de dimensión tempo-espacial. Por no hablar de esos fondos hiperrealistas, o toda la imaginería del castillo rodante, con sus patas de gallina (El Bosco in Japan, hay que joderse), o el personaje de Calcipher, genial y divertido. Y esa viejecita diciendo: ¡Qué fuego tan bonito!

Tres. Termino, decepcionado, la novela de Pérez Reverte, estoy unos días con la biografía crítica de Kavafis escrita por Robert Liddel (Ultramar), pero no termina de gustarme, aunque enterarme de la vida entre vulgar y a ratos emocionante del poeta alejandrino me hace evocar aquellas lecturas de mi primera juventud, cuando yo tampoco sabía que era poesía homoerótica, y la leía en compañía de mi amante de entonces, una chica que me gustaba mucho, y que me hizo sufrir demasiado. No está el pronombre en esos poemas, tal vez yo era muy torpe, y tal vez, lo que necesitaba era desprenderme de esa necesidad de compañía, masculina sobre todo, que me acució en la adolescencia, cuando a falta de un padre fuerte y comprensivo, me refugié en la oscuridad.



Y descubro una novela con mayúsculas, Austerlitz de W. G. Sebald (Penguin, 2002), que habla de años oscuros en la Europa más convulsa de su historia, de una búsqueda (toda historia real es una búsqueda, de algo oscuro que late al fondo de las cosas, en el confín de la mente), que realiza el personaje que da título a la obra tras una crisis nerviosa que lo llevará a vagabundear por la noche londinense, a comienzos de los años 90. Lo que descubre poco después es nada menos que su verdadera identidad, borrada por sus padres adoptivos, cuando tuvo que viajar a Inglaterra huyendo de los nazis. Todo esto se lo contará una mujer ya anciana en una casa de Praga, y todo esto se lo contará JA al narrador alemán de la historia en su casa (la de Austerlitz), en una calle tranquila de East End londinense, a finales de esa década. El narrador, a su vez, nos lo cuenta a nosotros, ahí es nada la metaficción en su cumbre más alta. En realidad, la narración está organizada a través de los encuentros de nuestro hombre con este Austerlitz que se parece mucho a Ludwig Wittgenstein, por dos cosas al menos: lleva una mochila como su bien más singular y propio, y comienza a hablar in media res, sin los preámbulos típicos. Y tiene una crisis de lenguaje antes de su venida abajo nerviosa del verano de 1992. Todo esto, toda esta cascada de sucesos y citas y paisajes, está ilustrada con fotografías, una pasión de las que ya no te dejan.

Por qué tuvo que morir, en una muerte absurda, el más grande narrador que teníamos.

W. G. Sebald :: El viajero y su lamento, por Susan Sontag

2 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Tomo nota de todas tus sugerencias. Munich me parece una gran película, efectivamente. Un abrazo, Roberto Zucco.

5:27 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

lukas,

casualmente leo los emigrados de sebald. empieza suavemente triste ese libro...en esta primavera que premia sin calor, y nos mantiene expectantes de las nubes.

a veces una piensa que la alegria es demasiado excesiva, y que la sombra azul de la tristeza se hizo para nuestros ojos.

el libro está en anagrama, y me encuentro mirando las viejas fotografias...una y otra vez...una y otra vez...

un beso

lita

6:57 p. m.  

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