miércoles, noviembre 29, 2006

Ruido de fondo



Entrada de Midnight Rose, restaurante del nuevo hotel ME, Plaza de Santa Ana

Tal vez la muerte no sea otra cosa que ruido de fondo, ese sonido insistente y hasta la eternidad. Tal vez ese miedo que tenemos a quedarnos solos, en silencio, es porque presentimos que en el silencio que no existe acecha la maldita que nos persigue cada día, más cerca, y ya no tengo las piernas para correr, dice en su testamento el ex espía ruso envenenado por polonio 210. El ruido de fondo es pues la muerte, y cada día lo experimentamos, antes de nuestra hora, por mediación de esos aparatos que la tecnología escupe para nuestro solaz e inútil diversión. Al final, queda el vacío, la nada. Tal vez la música sea el antídoto a tanto vacío, ese cuarteto de cuerda número 2 de Janacek por el Artemis. O el nº 13 de Dvorak, que todavía no escuché, y que me llama en secreto. Tal vez Don DeLillo tiene razón, y hay un fantasma en cada habitación, y no sabemos si es nuestro dolor que llora o una presencia real. Bendita posmodernidad, que ya ha terminado.

Madrid me remata




Entrada de la Fundación Juan March, 25 de noviembre 2006

Howard Hodgkin, una hora contigo. Contigo en París, Venecia, Atardecer en Bombay. Exaltación del color. Cuadros haciéndose al mismo tiempo. No hay límites, el marco se traspasa. Hay una monja fantasma que se adueña de esta galería al llegar la noche. Melancolía fatal en el patio, donde apenas se mueve el móvil de Calder. El vídeo para otra ocasión.

Paul Graham, American Night, en La Fábrica, mi galería habitual. El paraíso en ninguna esquina, de golpe se hace de noche, aunque es pleno día, y hay demasiada luz, y hace demasiado color, y el color es un simulacro.

Gustav Klimt, la destrucción creadora. Pero antes, el concierto de jazz (cuatro historias, ésta es la primera), con el cuarteto de Pedro Iturralde, obras de Turina, Falla, Coltrane, el propio Iturralde (la impresionante y extensa Suite helénica). Mercedes sale conmovida, yo también. Dentro de tres semanas, más.

John Cage, festival en La Casa Encendida, desde ahora y hasta enero. En diciembre, los esperados conciertos, espero estar en alguno. A la entrada, en el pasillo, la entrevista con él sobre su instalación Essay: o cómo los pequeños cambios son los que cuentan. Desobediencia civil. Luego, en la entreplanta, veo el vídeo de Nam June Paik, el homenaje a Cage de los años 70, cuando hacer estos happening era algo habitual, en plena calle, en Nueva York la capital del mundo. Muy graciosa la secuencia de la mujer que toca el violoncello, creo que también está en la exposición del Reina Sofía, pero eso tendrá que esperar.

Sorolla-Sargent, extrañamente juntos: los pintores de la Belle Epoque. La luz, y el retrato, la delicadeza. Las excelentes acuarelas del americano, en el sótano, una técnica impresionante.

Lubitsch en la Filmoteca: El diablo dijo no (el cielo puede esperar), con Gene Tierney, que me hace pensar en Belle, con la que sueño, en unas escenas eróticas torrenciales. Al día siguiente, la farsa de La viuda alegre, nos reímos mucho todos (es divertido esta risa comunitaria, colectica). En diciembre, más.

Bruckner y su espectacular Octava, por la ONE dirigida por Russell Davies. Antes, una obertura Fausto de Wagner. Hora y media casi de puro romanticismo decadente. Juana Guillem en la flauta, en el último movimiento. Esos metales, incandescentes.

En el centro ya es plena navidad. Arenal peatonal, así da gusto.

Llueve, hace mucho frío, me mojo.

Es terrible tener que irse, cuando todo está en su esplendor.

lunes, noviembre 20, 2006

El recuerdo imposible



Tal vez lo que no haya es recuerdo, y todo lo que evocamos alguna vez sea sólo algo inventado, cosas que creemos que sucedieron y que en realidad nos hemos fabricado ahora, en algún momento de este tiempo, del futuro inexacto, para conciliar nuestra angustia, y tuviera razón Freud, y son recuerdos encubridores o "pantalla", que tapan algo que realmente ocurrió pero que ya no es accesible. Y sin embargo, qué otra herramienta tiene un escritor sino los recuerdos, las memorias de un tiempo irremediablemente perdido. Es lo que le sucede al mayordomo Stevens en The Remains of the Day (Faber & Faber, 1999) de Ishiguro, la perfecta novela que le hizo ganar el Booker Prize en 1989. Aunque emprenda un viaje de seis días por la campiña inglesa para desconectar un poco de su rutina de trabajo, como bien le aconseja su nuevo señor, el narrador engolado de esta historia aprovecha para dar rienda suelta a todo ese pasado de esplendor que ya no volverá, como no vuelven los días en que fuimos felices, y no lo sabíamos entonces. Va en busca también de las oportunidades perdidas, pero los horizontes perdidos no regresan jamás, como decía Battiatto. Y cuando por fin se encuentra con Miss Kenton (o la Señora Benn, pues sigue casada tras veinte años), es la decepción, porque la siente mayor y ella al final quiere seguir como está, con su vida desperdiciada, como todos nosotros, que ya no volveremos a esa infancia, ni a los mejores momentos de esa vida que alguna vez fue nuestra. Y el viaje termina con la última luz del día, y con la esperanza de aprovechar un poco más lo que resta, de vida, de día. De comprender y tratar de sumarse a las bromas del Americano, que ahora domina el mundo.

La novela que leo ahora, de la que no quiero decir mucho porque voy aún por la tercera parte y tiene seis, es un poco diferente: When We Were Orphans (Faber & Faber, 2001) se desarolla entre dos ciudades, Londres y Shanghai, en distintos tiempos (el actual de la edad madura y el de la infancia perdida), pero aquí el poder evocativo no es tan fuerte, y esa coherencia interna de las otras dos obras maestras no se muestra. Christopher Banks es un detective famoso, pero no ha podido resolver aún el caso más importante, la desaparición de sus padres cuando él tenía diez años, lo que hizo que lo mandaran a Inglaterra y perdiera la amistad con Akira, su mejor amigo de entonces. Y por eso se hizo detective, con la secreta intención de encontrar lo perdido; y por eso, de alguna forma, en la tercera parte lo vemos con una chica adolescente a la que ha adoptado hace tres, y que también es huérfana, y que sin embargo muestra una extraña resignación ante los embates de la vida. Y ahora él quiere volver, a la Shanghai actual, para aclarar por fin el misterio. De momento todo está en el aire. Me gusta, pero la veo más dispersa. Y sin embargo, Ishiguro está, incluso en sus momentos menos brillantes, muy por encima de cualquier escritor inglés de hoy día.

Y sigo a la escucha, del silencio imposible, el querido silencio de Luis Muñoz (pasando), y el silencio real, orientalizante, del espacio Música de nadie, anoche. El aficionado pedestre no me interesa, yo hablo ya para entendidos. Saariaho para siempre, en una burbuja de limón. El amor de lejos, Lonh con su texto en occitano, la antigua lengua de los poetas amorosos. Nuevas puertas se abren, tal vez las puertas de la percepción que quería Huxley. Esa viola parece que está ronca, rota, despedazada, un arpa y una flauta rodean con un halo su ausencia. El silencio: eso que no hay. Quién puede adentrarse en los sueños y comprender su gramática: un poeta, pero nunca de Granada.

Sólo una cosa no hay, y es el recuerdo: como una espiral vienen fragmentos despedazados de mi pasado que no quiero, que me da asco, pero tengo que pararme, dejar lo que esté haciendo, para hacer un hueco en el espacio, dejar que vengan a mí esas memorias borrosas de la antigua china de mi pasado, que no quiero. Como aquel día que bajaba la cuesta, el último día sería y yo creía que había más días, con la ignorancia del que vive aquí y ahora sin saber las consecuencias de un acto, las maldiciones de este día. Eso es lo malo, que nunca sabemos qué nuevos paisajes habrá al otro lado. Y seguimos en la pesadilla de todas las noches: que nos hemos dormido y la televisión se ha quedado encendida y ya son las ocho de la mañana; que un inmigrante nos quita la calderilla que se cae de las cabinas, que vienen a robarnos nuestro poco trabajo; que esa furcia que nos echó de su casa, que era también mía, esa furcia, se aparece una y otra vez, no puedo quitármela de encima.

Eso es recordar: una y otra vez en la espiral, dar vueltas, estar condenado a ver a los fantasmas, los que se niegan a irse. Tendré que abrir más las ventanas para que entre más luz. Pero el pasado no se va, los muertos no mueren. En el inconsciente no está escrita la palabra "muerte".

lunes, noviembre 13, 2006

Sólo el olvido

Quizás uno no escuche música para entretenerse, o para saber algo más, o para sentir cómo pasan las horas, sino para olvidar, para detener el curso del tiempo, y la música sea lo más cercano a la muerte y a la extinción que sobreviene.

Música sobre una sola nota, como en las cuatro piezas de Scelsi, o en la Suite "KA" para piano. Purcell lo empezó todo, o fue mucho antes, pero esa música para un instante aún resuena en nuestros oídos, aunque luego venga en ondas de jazz. Música luego alrededor del silencio, lo que no se escucha, pero suena.

Una novela que es la historia más triste, la de tres jóvenes marcados por una institución que fue como los padres que nunca tuvieron, Hailsham. Y desde que salieron de allí, nada ha sido lo mismo, fue como la vieja expulsión del paraíso. Saben algunas cosas, otras tienen que averiguarla por el camino, y es todo muy triste, lo que descubren, lo que tal vez ya sabían por dentro, como le pasa a Tommy, el único que se rebeló, pero sólo por un tiempo. El crucial capítulo 22. Y luego, la resignación o el silencio, la cuarta donación y el acecho del fin. La historia se llama Never Let Me Go y la escribió Kazuo Ishiguro en 2005 (Faber & Faber, 2006).

Nunca me abandones.

Una canción, lo que puede hacer, cómo puede hacer llorar, cómo permanece en el tiempo.

Al estar caídos en el tiempo, no podemos hacer otra cosa que sufrir.



Saariaho, sigo en la escucha de toda la obra suya que tengo en CD. El díptico Du cristal / ... à la fumée, para orquesta sinfónica, la experiencia de San Diego y la Costa Oeste norteamericana. Si en la primera hay una estructura que se repite una y otra vez --simetrías rígidas (cristal), un sonido poderoso, abarcante (¡esa percusión!), con sonoridades extrañas también a la orquesta (electroacústica, reflejo), y con un violoncello solista hacia el final; en la se gunda obra (que se puede escuchar de forma independiente, otro día) es para flauta alto, violoncello y orquesta. Un sonido poderoso en la orquesta, en avalanchas, que es puntuado por los solistas, usando las técnicas más difíciles (tocar cerca del arco, en el vc.; flautando, tocar-hablar a la vez, staccato, en la flauta). Una obra maestra. Cendres está de alguna manera relacionada con esta última, es para fl., vc. y p. Ha individualizado a cada instrumento, que toca su propio material y a su manera; y luego hay momentos en que tratan de juntarse, y ahí, en esa aproximación, está la parte más interesante. Me gustan más el vc. y el p. que la flauta, aunque el colorido de ésta no deja de ser atractivo. Stilleben es una obra grabada en cinta, un collage en donde se reúne material muy heteróclito, desde ruidos, momentos vocales y otros de recitador, también instrumentos de la orquesta, etc.

Hay una tristeza en el ambiente, esos pobres chicos, se despide Madame, casi al borde de las lágrimas. Es un poco como cuando los de Blade Runner le piden cuentas también a sus creadores. Al tener un alma, uno se lamenta.

Era la notte, Anna Caterina Antonacci.

Y sin embargo, esta mañana me levanté bien, contento, y tarareé esa melodía tan conocida de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvorak.

lunes, noviembre 06, 2006

Quizá la muerte



Quizá la muerte sea elegir la música, o escucharla cada día cuando sentimos que van descontando el tiempo que poseemos. Gracias, Lita, por la pequeña reflexión.

Huygens el astrónomo holandés obsesionado con la precisión, mirando el reloj de péndulo que él mismo ha ideado, el reloj de la iglesia que tiene enfrente de su casa, esperando dentro la llegada de la muerte, sabe que es inevitable y sin embargo no se angustia, la espera y quiere saber exactamente qué tiempo es, en qué segundo matemático se produce el desenlace fatal.

Quizá la muerte sea lo que viene a partir de los treinta años, cuando ya no estamos en garantía, como dice un biólogo investigador que ha descubierto un gen que consigue frenar el cáncer, y él tiene ya cuarenta y dos. Yo tampoco estoy en garantía, ya no es tan fácil conciliar el sueño, ya duelen los músculos, las articulaciones, el cuerpo no es ya una maquinaria perfecta que rueda por sí sola, necesita un adecuado mantenimiento.

Tal vez Emily Dickinson, vestida permanentemente de blanco, esperaba que eso ocurriera alguna vez, el derrumbe de la esperanza, la lenta fluidez del tiempo, so slow... Toru Takemitsu desde el otro lado del mundo, un siglo y medio después, o al borde del abismo que es otro siglo, escribe la lenta música sin tiempo.

El tiempo de Dios es el mejor de los tiempos, dice Bach en una de sus cantatas.

El tiempo de la eternidad, venga a nosotros tu reino, la armonía asimétrica.

Sigo escuchando a Kaija Saariaho, su Arco de luz y su Naturaleza muerta, e Io, y los planetas siguen su curso inexorable, este tiempo imposible de captar, si no hay ondas de radio perceptibles por los aparatos, no hay mundos posibles inteligentes.

Leo a Evelyn Waugh, que es muy divertido, sus relatos traducidos por Jaime Zulaika (Argos Vergara, 1983, hace tanto tiempo, y tan rápido sucede): qué crueldad en algunos, cómo describe a esas frívolas que sólo se preocupan de las fiestas y el dinero y se olvidan de contestar las cartas, o escriben cartas ridículas desde un crucero por el Mediterráneo, y es muy divertido, madre mía qué triste. Aunque tal vez el más divertido es el que tiene por protagonista a Rip Van Winkle, ese tipo orgulloso que tiene miedo de conocer a gente nueva, y que se verá envuelto en una artimaña de magia negra.

Sólo hablan estos días de cambio climático, no sé si debido al artículo o informe de Nicholas Stern o el documental de Al Gore, Una verdad molesta. Pero en los próximos diez años no hablaremos de otra cosa, el terrorismo es poco comparado con este terrible problema que ya empieza a dar sus frutos podridos. Es lo que hemos sembrado.

Holanda también se va, la dulce tierra de los sueños, desde que la intolerancia de unos musulmanes la emprendieron con un cineasta, Theo Van Gogh, al que uno de ellos mató de forma horrible, en 2004, lo leo en Crónicas de la vida que publicó El País en agosto. Holanda no es sólo Amsterdam, es una tierra ganada al mar, es un país maravilloso que ya no huele tan bien, pero lleno de bicicletas y en donde he pasado el mejor tiempo de mi vida.

Antes de que se paren todos los relojes, quiero escuchar esa melodía que no se puede silbar, quiero sentir la vibración infinita, y conocer a esa mujer, que sin embargo..., no puede ser, me dice, no puede ser, pero es tan hermosa...

jueves, noviembre 02, 2006

Hombre y lobo



Sirio, de Olaf Stapledon (Minotauro, 2003), es una obra extraña pues trata de la biografía de un perro con alta capacidad de inteligencia, pues fue diseñado por un fisiólogo especialmente. El hecho de que se criara desde el nacimiento en compañía de la hija menor del matrimonio Trelone, Plaxy, hará que ella se considere siempre la mitad de la entidad Sirio-Plaxy. El narrador es Robert, primero amante de la chica, y luego su marido. No hay más datos sobre su persona, y sobre ella da los justos que se ajusten a los acontecimientos que siempre se centran en el perro superovejero. Hay, hacia la mitad de la novela, un halo de misticismo (religiosidad es poco) que muestra cómo Sirio tiene una "visión" en la que por fin puede ver color (los perros son ciegos al color), pero de una clase espiritual, digamos. Este elemento servirá para rematar la obra de forma excelente. También está la música, con la que el perro tendrá siempre una relación de amor profundo, aunque antes ha de superar la desazón que le producen los sonidos humanos, para él discordantes. El hecho de cantar en la iglesia será otro momento cumbre en su vida intensa. Cuando estalla la guerra, la Segunda Mundial, Sirio se verá envuelto en su propia guerra con los aldeanos de Gales, en donde trabaja como granjero. De resultas de ella caerá en su particular frente de batalla, con la ayuda de Plaxy que no le sirve de mucho. Pero el lector sabe para entonces que algo de él no se ha ido, que se funde con el resplandor rojizo de un sol teñido de sangre...

Una novela muy interesante, aunque no sé si volvería a intentarlo con este autor medio filósofo, de él tengo Last and First Men.

Empiezo Las ciudades invisibles de Italo Calvino (Col. Millenium, nº 77, 1999). Una de las primeras obras posmodernas europeas. Una poética de la ciudad en el momento en que las ciudades reales se volvían uniformes, feas, poco soñables. Un ejercicio de estilo, con muchas sentencias dignas de elogio, en las conversaciones entre Marco Polo y Kublai Jan. Una obra que ha sido tan elogiada y comentada, que poco se puede añadir ya.

Sigo con la música de Jesús Rueda, esta vez con su música de cámara, tal vez no tan fascinante como la orquestal, pero igualmente intensa. La escucho del concierto del Festival de Alicante 2004, con la presencia de los mismos músicos que luego la grabarían en CD (Fundación Autor): Cuarteto Arditti, Ananda Sukarlan y Toni García Araque (piano y contrabajo, respectivamente). Si en el primer cuarteto de cuerda se nota aún el aprendizaje con Francisco Guerrero, con los glissandi al poder, que llegan a cansar un poco; en el segundo encontramos ya una voz propia, al lanzarse el reto de continuar la obra de Haydn Las últimas palabras de Cristo en la cruz. El tercer pasaje está imbuido de una calma magnífica. El tercero se titula Islas y es ya plenamente obra de madurez. Bitácora son "culebras sonoras" (como decía Luigi Pestalozza en las notas al programa), en donde el piano se diluye en el timbre de los otros cuatro instrumentos; también en Jardín mecánico se produce esa deformación tímbrica que le resulta tan querida, y en donde se nota su paso por la electroacústica.

Solar de Kaija Saariaho: la continuidad armónica. El grupo que la interpreta tiene un nombre que me encanta, Champ d'action. El sonido tan sutil de la finlandesa se pone de manifiesto mejor que nunca en este disco del sello Mode.

Me hace gracia la transición de las Märchenbilder de Schumann, para violoncello y piano, a una obra de Piazzolla, pero el presentador no se da cuenta y dice al final lo mismo que antes, la obra del alemán.

Lapsus.

Cipreses de Dvorak: el lirismo sin complejos, por el Cuarteto de Praga.

Sigo la evolución de los sueños, si es que se puede considerar así.

Sigo el rastro paranoico de mis semejantes, las teorías conspiratorias de gente que apenas conozco. Sé que hablan de mí, y no precisamente bien.

Me encierro, leo, duermo, sueño, pienso en la muerte, en todas las posibilidades que se pierden para siempre, en la brevedad de la vida, en el dolor que no me visite, en la próxima visita a Madrid.