lunes, febrero 07, 2011

En las noches ahí fuera

Al llegar al sitio no se puede entrar y hay que huir en desbandada. Hay gente esperando en el local de al lado, es decir, que hay gente dentro en el jodido local, y si nos ven entrar y bajar hasta la cueva, sospecharán. Mejor largarse. Ahora no es momento de ponerse a pensar, ya habrá tiempo para eso. Y emprendemos la marcha por una explanada y luego me veo subiendo una calle tan empinada, que una voz en off me dice: es la calle más empinada del mundo, y encima se echa a llover, ¡está lloviendo a mares, joder! Cuando contemplo mi situación, me encuentro en la más miserable de las condiciones físicas, apenas puedo respirar decentemente y la calle no termina nunca, y arrecia, cada vez cae más agua, no se ve el final de la calle. No veo a nadie, además, no sé dónde se metieron, lo mejor es así de todas formas, que cada uno vaya por su lado, para no levantar sospechas. Y entonces me acuerdo de la conversación interrumpida, sobre Cristiano Ronaldo, sobre si era el mejor del mundo, o era el otro. Pero eso a quién le importa ahora. La turbación es grande, porque hay que ir a Barcelona y nadie sabe muy bien cómo. Se supone que hay que ir hasta la estación de ahí, y luego coger el 6, pero no está muy claro el camino a seguir. De repente estoy en la facultad, tal vez de derecho, y llevo en la mano un libro de algo, es de Derecho Penal, es pequeño, rojo con líneas amarillas y verdes, no pesa mucho, es compacto. Me encuentro con una vieja alumna de psicología, que me saluda apenas, como si ya no se acordara bien de mi cara. Ella parece cambiada también, ya no es la que me decía, con su rubor habitual, que me soltara a contar chistes, moi aussi. Ahora está casada y lleva a una niña de la mano, de unos cuatro o cinco años, es parecida a ella, aunque seguro que será más alta, ella es más bien baja. Y sigue tan delgada como siempre, bueno, eso no es del todo cierto, ahora está un poco más… De golpe se me viene a la cabeza la idea del hombre que huye, y veo a uno de los que iba conmigo aquella noche, con un instrumento bajo el brazo, corriendo a toda pastilla. Miro al cielo, está ligeramente azulado. Tal vez aún no es de día, hace falta que pase un poco de tiempo. Una mujer viene calle abajo, se tambalea. Quiero ayudarla, cuando pasa por mi lado, pero la ex alumna (no consigo recordar su nombre) me tira del brazo con fuerza y me impide hacerlo. Cuando ha pasado, veo que en realidad no era ella, sino un espectro, algo que se deshace como la ceniza. Me cuenta luego, en un parque, todo lo que tuvo que sufrir con su padre enfermo, antes de que por fin muriera. Le cuento una historia muy parecida con el mío. Ella me acerca una mano, está tibia, es muy blanca, es como el tiempo. Poco a poco vamos entrando en calor, Barcelona es fría a estas horas de la mañana. Vamos a una cafetería, ella toma un café bien cargado y un cruasán, mientras que yo me quedo mirándola y tomo un té, y algo más que se parece a una madalena. El camarero tiene un extraño bulto en la espalda, que no sé si se podría asimilar a una joroba. Cuando se acerca, veo que tiene también unos extraños bultos en las manos y en lo que puedo ver de su brazo, bajo el uniforme blanco. Detrás de la barra, alguien me sonríe con un colmillo canino. Cuando vamos a pagar, ella me tira de nuevo del brazo, esta vez con suavidad, y tiende un billete de diez euros al camarero sospechoso. Pues bien, y ahora qué. Ella, que aún no tiene nombre para mí, y que es ya una presencia querida (al menos me conforta a estas horas del día), me ayuda a encontrar el camino hasta Sants. Pero no quiero ir hasta el lugar, porque eso significa que habrá que irse. Quiero que vayamos a Gracià. Ella vive allí, de todas formas, lo cual quiere decir que podemos ir a su casa, y tal vez entrar y hacer algo divertido. Entonces, por una esquina llena de basura en donde un par de perros callejeros se dan el lote, veo que viene alguien que iba conmigo la noche de la huida. Es Tomás. Pero no el alemán borracho, sino el otro, el que nunca lleva suelto. Va con una americana gastada, vaqueros, zapatillas deportivas también viejas. El pelo todo desordenado, sucio, como si se acabara de levantar de una pocilga. Huele mal, incluso. No quiero que ella vea esto, pero se acerca de todas maneras, vamos con él, hablando de nuestras cosas, contando sin inhibición alguna lo que pasó después, después de mi huida por la calle del infierno. Resulta que al final vino la policía, y los que estaban en el taller también corrieron hasta ellos, y hubo tangana, así lo dice. Ella escucha como si fuera una historia para niños. Alguien sacó una navaja, la policía dio palos a diestro y siniestro. Y luego, en la tienda de libros usados, recibí una voz en off que me dijo que así no era la cosa, que conseguir pronto lo que uno quería, lo que deseaba, era capitalista sucio, y que más valía que tuviera todo el dinero hasta comprarlo. Pero los libros tienen colmillos afilados, y están a la que salta. No aparece el dueño, así que aprovecho que el auxiliar está sacando fotos a un amigo (un par de maricas, pienso), para meterme algunos en el bolso, por lo demás muy gastado y con la cremallera trasera rota. Saco uno de David Safier que se llama Maldito Karma, otro de Apuleyo y Ovidio, y otro de Magris, Claudio Magris, en francés, un libro de artículos de viajes. Y le digo, al salir, que ya vendré otro día a por uno, que no tengo bastante dinero, es un Capote Reader que vale 4.50 €, claro.

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