Igual que sucede con la riqueza económica y su contrapartida, la pobreza, igual ocurre en el terreno de la felicidad. Para que haya unos cuantos felices y satisfechos de la vida, tiene que haber unos muchos desgraciados, muertos de hambre, hartos de existir. La gente piensa que esto de la felicidad es cosa de ponerse y planteárselo, es cosa de voluntad (¡ay, qué daño hacen esos libros de autoayuda, como antaño los libros de caballerías!), que con sólo pensar en positivo, uno podrá ser feliz, disfrutar de los pequeños momentos, cosas así (tonterías así). Pero no, la cosa no es tan sencilla. La felicidad viene determinada por los otros; el infierno son los otros; luego yo no puedo ser feliz. Un axioma que no admite réplica. Yo podría ser perfectamente feliz, hace tiempo, pero por culpa de esos otros que se interponen en mi camino, en cada pequeña actividad que emprendo, me echan abajo todos los proyectos diarios, las pequeñas y necias cosas que decido emprender. Adondequiera que voy, ya hay alguien antes; cuando más necesito a alguien, menos está por mí; cuando deseo el conocimiento, ellos sólo quieren una supina ignorancia. Mis papeles salen volando, no tengo nada a lo que agarrarme, y mi desgracia va en aumento. Es así con las mujeres: para que ella, quien sea, sea feliz, tiene que hundirme a mí, mi hundimiento es condición sine qua non para su dichosa felicidad. Puede parecer lo contrario, que ella ha salido malparada, que está quejándose por los rincones, ay pena penita pena, pero no, miradlo bien: yo soy el malparado, yo soy el hundido, y ella se salva. Yo voy de bar en bar y de banco en banco y de botella en botella. Todas las noches llego al campamento en donde se reúnen los mendigos, la gente de la calle, los de mal vivir. Allí en aquella playa han montado su territorio, con las lonas y los infiernillos y toda su mugre. Veo al Indio y al Cabra (que no sé qué demonios hace ahí) y al rumano y a los polacos y a todos los demás. Después del documental sobre la bendita Europa (el final, con las banderitas suizas y los quesos de bola y demás, es para mearse), después, digo, tengo que emprender el largo viaje, desde este punto veo un avión de Easyjet que justo despega. Alguien ha mostrado unos aguacates con sello de autenticidad (¡mexicanos!) que me han puesto a salivar. En fin, que todas las noches es este plan de pornografía barata, con escenas de la mafia italiana follando con lindas mujeres liberales mientras nosotros tenemos que malvivir en este campamento, en los bajos fondos de esta miserable Europa.
Desde hace siete años no he conocido más que a mujeres indignas, miserables, sin moral, por no llamarlas de la única manera que es posible. Cuando el panorama se descompone, la mujer se viene abajo antes (no hay más que fijarse en las mendigas, son desechos tremendos, me acuerdo de Rocío, follando en los solares con otros mendigos, despatarrada y medio desnuda, muerta de sobredosis). Entre esas ruinas no hay felicidad posible. Si la poesía es celebración del mundo, si el poeta es un cantor, entonces mi mundo es la mayor negación de la poesía, este mundo es la mayor negación del canto, y el poeta es el mayor fingidor qe existe, el mayor mentiroso. Para ser feliz hay que aprovecharse de otros, buscar su ruina, llevarlo por pequeñas tretas hasta el borde del agujero, y una vez allí, bien engatusado con las flautas de rigor, arrojarlo al vacío. Así, el de arriba se asegura una vida cómoda, sin aquel obstáculo para su felicidad; una mujer puede conocer así, tras algunos años rumiando su destino, a su próxima presa. Se dice: ahora ya no quiero un amo, ahora seré yo la dueña y señora...
Porque vamos a ver una cosa: ¿cómo es posible que un hombre, digamos de mediana edad, acepte enamorarse (estoy ya con arcadas) de una mujer tan usada? ¿es que no se da cuenta enseguida, antes siquiera de oler algo, que ella apesta? ¿es que es tan cobarde y facilón que le da igual llevarse este trofeo menor, esta consolación de la tómbola? ¿es que no encuentra una buena puta en el prostíbulo? ¿es que se encuentra tan solo que necesita arrumacos y más mentiras? Y sin embargo, ahí lo tenéis, el que viene ya de un fracaso sentimental, con algún hijo a las espaldas, el que decía ser autosuficiente, el buen profesional, que una noche perdida conoce en una reunión informal a este adefesio, ¡y le encandila su conversación, y cómo hace sonar la flauta! Y se enamoran, porque lo más asqueroso de la naturaleza humana es que sabe disimular muy bien su parte animal con estas babas del afecto, y tiene que adornar de la manera más patética el deseo simple y hermoso. Por eso los homosexuales son tan encantadores y artísticos: ellos primero van al grano, que es lo que hace cualquier animal sano que se precie. Pero el hombre es un animal enfermo. Sólo el homosexual es capaz de las mayores sutilezas y llena de arte su vida y su sexo. La gente heterosexual es jodidamente falsa, hipócrita hasta reventar.
Para que ella sea feliz, antes yo he tenido que ser hundido, anulado, masacrado, vejado, reducido a la mínima expresión. De esta manera, el imperio femenino se alza sobre las ruinas del hombre ninguneado. Todo feminizado, todo convertido en nadería, en kitsch, en tecnología, en glamour. Las Putas de Manhattan, mujeres desesperadas, ¿por qué? Se dice que en Manhattan hay muchas mujeres así, mujeres que centraron sus esfuerzos en su éxito profesional y que ahora se ven llegar a los cincuenta solas y amargadas. El éxito de esas series sobre mujeres que viven del glamour y el parloteo sobre sexo, sexo banalizado, neutralizado, sexo inexistente, radica en que retrata una realidad muy de nuestro tiempo: han aspirado a una felicidad muy suya a costa de la miseria de hombres que son un cero a la izquierda, monigotes de una farsa. Pero no vayamos tan alto, las mujeres del montón también quieren ser como ellas, quieren su felicidad a costa de hundir a toda una generación de hombres dignos. No pueden estar sin ellos (aunque muchas de ellas pueden sobrevivir con vibradores a los que ponen incluso nombres), pero a la más mínima los denuncian y los echan de su lado. Es horroroso.
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