sábado, abril 03, 2004

Sin la compañía fiel de la música, nuestra vida sería realmente triste. Cómo no acordarse de las palabras de Cioran, cuando decía que su vida en el país natal habría sido una ruina mayor de no ser por la música de Mozart. El otro día, me sorprendo al escuchar una pieza para piano solo, la Fantasía en re menor, K. 397, tocada por John MacCabe. Enseguida me di cuenta que ya la había escuchado otras veces, en alguna película de cuyo nombre no podía acordarme, tal vez una reciente. La pieza parecía venir hasta mí, desligada del resto, y hasta hubo un momento en que pensé que era algo fuera de Mozart, una piedra estelar en mitad de un páramo, una seda para la paz del espíritu. Los cambios constantes en su desarrollo hacen que no puedas relajarte del todo, aunque al final sabes que terminará, y es como el proceso de la felicidad, el engaño de los sentidos, el sol que surge entre las nubes, para volver a esconderse. Como la lectura del Nabokov primerizo, el de sus novelas berlinesas, como Mashenka o Tiempos románticos. Ganas de escapar del tiempo y salir en busca de ese espacio en donde sólo es posible ser feliz; pero ese lugar es un no-lugar de la memoria, que se evapora apenas se acaban las imágenes del recuerdo. En las páginas finales de la primera novela, todo vuelve a la cruda realidad de los trenes que pasan rozando tu ventana. No el despertar fastidioso de un sueño amado, sino la música y el sonido de lo que se probó y no se recuerda más que en su falsedad anhelada.

Es una hora desierta, y un hueco en el tiempo, por donde se cuela otra pieza, el Adagio, K. 540, que nos hace retornar a la tierra de la infancia, que nunca fue así de plácida, sino todo lo contrario. La tranquilidad, ni siquiera al anochecer, ni en la medianoche, después de escuchar a Johannes Maria Staud, un joven compositor alemán que no ha cumplido los treinta años. Su piano es resonante, pleno de sentido escurridizo, y ya sea en solitario o con apoyo de orquesta, crea una belleza muy de este tiempo. Más de dos siglos después, el tremendo instrumento nos sirve para hacernos vivir en la esperanza de que hubo un tiempo en que todo era más intenso y más posible. Staud parece un chico serio, que sabe lo que quiere, y cómo conseguirlo. Tal vez a la noche, se abra de nuevo el manto, olvidemos que estamos desterrados, mediante un zarpazo eficaz, vendrá la misteriosa, y nos hará acurrucarnos otra vez.