martes, marzo 15, 2005

Un tiempo desolado

Por lo menos lo que mata no es ganado, me dije a mí misma. Por lo menos no son más que pollos, con sus miradas estúpidas de pollos y sus ilusiones de grandeza. Pero no se me iba de la cabeza la granja, la fábrica, la empresa donde trabajaba el marido de la mujer que vivía codo con codo conmigo, donde día tras día caminaba por el corral, de izquierda a derecha, de atrás a delante, dando vueltas, en medio del olor a sangre y plumas, en medio de un estruendo de graznidos de odio, buscando, levantando, agarrando, atando y colgando. Pensé en todos los hombres a lo largo y ancho de Sudáfrica que, mientras yo estaba sentada mirando por la ventana, estaban matando pollos, removiendo tierra, palada tras palada. En todas las mujeres que estaban eligiendo naranjas, cosiendo ojales. ¿Quién iba a contar todas aquellas paladas, naranjas, ojales y pollos? Un universo de trabajo, un universo de recuentos: como sentarse delante de un reloj todo el día, matando los segundos a medida que llegan, matar la propia vida contando el tiempo.
(La edad de hierro, J. M. Coetzee, Mondadori, 2002, pp. 53-53).

Una mujer a la que han sentenciado a muerte..., una enfermedad irremediable, no hay vuelta atrás. Una carta que escribe a su hija, que viven en Estados Unidos, lejos de todo el clima podrido de Sudáfrica. Un vagabundo amigo del alcohol, que se ha instalado en la parte trasera de la casa, junto al garaje. Una especie de relación que se va abriendo paso entre ambos. La violencia latente, que la mujer observa directamente, ejecutada por chicos jóvenes (el hijo mayor de su asistenta, y un amigo). En este ambiente de dureza (de ahí el título) se desarrolla la vida, ya cercenada, de esta mujer que nos habla directamente, aunque el discurso vaya dirigido a su propia hija. No sabemos si esa carta será entregada a su muerte. Ella aparece con las iniciales E.C., entonces pienso que podría llamarse Elizabeth Costello, la protagonista de su última novela, pero al parecer su apellido es otro, su nombre otro también. Parece una mujer cultivada, por los comentarios filológicos que hace, por su aprecio de la verdadera música, que intenta tocar en el piano (Bach, claro). En sus apreciaciones se nota el moralismo del autor del libro, Coetzee, al que ya he leído en Esperando a los bárbaros (que me encantó) y parte de Desgracia (en esta misma editorial, pero me quedé en la página 120, tengo que seguirla). Me gusta ese amor por los animales de esta mujer sensible (tiene dos gatos, y ahora también vivirá con el perro del vagabundo, que me hace pensar en François y en su Negro). Ese comentario que hace, que he colocado en la cita de arriba, me hace pensar en una obra de Jeremy Rifkin, El imperio de los terneros, en donde observa el monstruoso paralelismo entre la historia humana y el de la cría de ganado al por mayor, hasta desembocar en el capitalismo cárnico actual.



Cuando yo era pequeño y vivía en el campo, mi padre criaba cerdos (aparte de otros animales de granja, como gallinas, conejos, patos, algún pavo), pero eso no duró mucho tiempo. Pero sí lo suficiente como para acordarme de esos momentos en que venía el matarife y acababa con un cerdo (un marrano), mi madre nos encerraba a mi hermana y a mí en una habitación, pero estaba demasiado cerca como para no escuchar los chillidos tremendos del animal. También veía cómo mi madre pasaba a cuchillo alguna gallina, cómo la sangre se derramaba en el lebrillo. Vida natural, qué duda cabe. Pero esto era algo familiar, doméstico. También recuerdo que pasábamos delante del matadero municipal, ahí sí que se hacían sangrías a lo grande. Y también por otro sitio en donde se criaban cerdos, ahí en la misma puerta una vez un camión reventó a un hombre que guiaba la salida, se supone. La historia humana es una historia de crianza y matanzas programadas. Pero nos asusta que alguien como Sloterdijk nos hable de antropotecnias, como si sólo los nazis hubiesen hecho experimentos. Si tratamos a los animales de esa manera, ¿cómo esperamos que los humanos se traten mejor? El hombre moderno piensa como vegetariano, pero vive como carnívoro. Una contradicción pura.

1 Comments:

Blogger lukas said...

En efecto, Magda, las corridas de toros que todavía sobreviven en España y otros países (por supuesto, por la influencia de España) son a su vez restos de antiguos espectáculos con animales, muy crueles, que hacían en la antigua Roma. Esto lo dice Sloterdijk en algunas de sus conversaciones, cuando se refiere a la arena mediática como vuelta de la arena-espectáculo de entonces. España en ese sentido es un país muy cruel con los animales, y supongo que sabes que en Alemania y otros países adoptan perros, por ejemplo, que aquí sin abandonados. Un saludo, amiga!

11:17 a. m.  

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