miércoles, abril 13, 2005

Querido profesor

Nada de lo que presumir ni enorgullecerse, dado que todos los profesores y profesoras del mundo disfrutan de lo que puede llamrase "el efecto tarima" y gracias a él levantan pasiones espúreas y alucinadas, hasta los más feos, los más sucios, los más odiosos, los más despóticos y los más ruines, lo sé de sobra. Yo he visto a deslumbrantes mujeres casi adolescentes flaquear y derretirse por infrahombres apestosos con una tiza en la mano, y a candorosos muchachos envilecerse (circunstancialmente) por un escote estriado inclinado sobre un pupitre. Quienes se aprovechan de este efecto tarima suelen ser despreciables, y son muchos.
(Negra espalda del tiempo, Javier Marías, Alfaguara, 1998, pp. 34-35)

Recuerdo que hace unos cuantos años, allá por 2001, asistí a un seminario sobre apreciación del arte contemporáneo. Lo daba un profesor de la Universidad local, que yo no conocía más que de vista, de algunas conferencias, no sabía que era profesor, era relativamente joven, tal vez sólo unos años mayor que yo. En esas jornadas, sólo dos días por semana y por lo tanto prolongándose a lo largo de dos meses o más, me fijé en una chica llamativa, con la que al final hablé un poco. No éramos tantos, así que era difícil no coincidir con la mayoría. Ella se llamaba Mercedes y era originaria de un lugar de Argentina, ponle Rosario... Había viajado, llevaba un tiempo en Málaga, pero antes había estado en otros lugares de Europa, y había dejado los estudios un tiempo. Era fotógrafa aficionada, yo nunca vi sus fotos, pero le encargaban ya trabajos, hacía viajes de aquí para allá, por lo que a lo mejor no era tan amateur... La cosa es que supe que estaba liada, de alguna manera, o lo había estado, con el profesor que daba las clases. Y ahora otra era la favorita de L. ¡Oh, qué decepción! Recuerdo cómo en una de las sesiones llegó con una minifalda, su piel tan blanca, y una pedorra decía, la escuché bien claro, que lo hacía para llamar la atención de L. Qué envidias entre mujeres, me dije, así que es verdad... Esto se notaba sobre todo en las charlas después de las sesiones, sentados en una terraza cercana, presentes M. y la nueva favorita de L. Mercedes y yo nos caíamos bien, hablábamos, ella quería ir a ver un documental sobre un fotógrafo catalán en los campos de la muerte alemanes. Al final fuimos a ver "Pau y su hermano" con un conocido mío, y luego, casi sin parar, nosotros dos solos a una de Arturo Ripstein, "La perdición de los hombres", en glorioso B/N; recuerdo cómo ella se descalzó y puso las piernas cruzadas en el respaldo del asiento de delante, qué descarada. Nos bajábamos del autobús y nos íbamos charlando hasta casa, ella vivía un poco más abajo. Hasta me dio su dirección, y yo, maldita sea, por orgullo o cobardía, no fui a visitarla.

Mi vida estaba al borde del desastre, mi vida de entonces, que ahora parece tan lejana, vivía sus últimos días. Me enteré, cuando ya no vivía allí, que ella preguntó por mí, estaba en Argentina, tal vez. Mercedes, alguien que parecía ya un fantasma, admirando una reproducción de un cuadro de Bacon. Ella pudo ser. Yo, tal vez, no soporté que estuviera, o que hubiera estado, con aquel profesor de estética. Como si me hubiese sido infiel antes de conocernos, como en la novela de Barnes.