jueves, septiembre 08, 2005

Miserias

Casi nunca veo película en TV, por lo de los cortes publicitarios, así que aprovecho cuando dan alguna en condiciones en Canal 2 Andalucía, que es la única que no las corta. Pero este canal "alternativo" suele emitir bodrios más cercanos al filme televisivo que a una verdadera película. Pero anoche me quedé a ver Riff Raff de Ken Loach, que vi en su momento en el cine, hace ya trece años por lo menos, ¡cómo pasa el tiempo! Es una de las mejores de él, en cuya filmografía están también otras joyas del cine comprometido o social, como Agenda oculta o Lloviendo piedras (de las últimas, no he visto ninguna, tal vez porque me cansé un poco de este tipo de cine). Pero esta que digo es muy buena, y como dicen en las críticas que he leído, más parece un documental, los actores obreros... Robert Carlyle está muy bien en su papel de Steve, un simple peón que entra en una obra de remodelación de un viejo edificio, en donde las normas de seguridad no se cumplen, a la vez que lo vemos entablando una relación con una chica, Susan, aspirante a cantante, pero que no puede ser más perra cantando, y que encima está enganchada a las drogas. Estas dos "historias" nos muestran a las claras el clima social de la era Thatcher (ocurre en 1990, el comienzo de esa fatídica década), desde el principio lo que vemos son desechos y mierda, ratas entre escombros (imagen que se repite al final, cuando el incendio) y mendigos en un rincón de cualquier calle. Porque ésa es también la vida en Londres, o en cualquier ciudad de Occidente, y no las tonterías de los filmes de pasar el tiempo. Loach a veces parece Rohmer, cuando filma ese primer encuentro entre Steve y Susan, pero por lo demás no hay aquí paisajes idílicos de un verano ni conversaciones dieciochescas, sino que más bien abundan las palabrotas y la jerga, a juzgar por los subtítulos que ponen en la versión USA. En este falso documental vemos todos los contratiempos de nuestra sociedad podrida: inmigrantes al borde del precipicio, jodidos por sus propios compañeros de tajo, que incluso sueñan con irse al continente negro; tipos como Steve que tienen que irse a sobrevivir de okupas; cuando la pobreza entra por la puerta el amor salta por la ventana; drogas mon amour; cobrar el paro o no, ésa es la cuestión. Al final, tras el desastre que se veía venir, Steve y otro compañero de trabajo deciden tomar venganza. La película se acaba así, cortante, brusca, en uno de esos finales que no lo parecen.
***

Baja cocina. Durante un tiempo íbamos a comer a Los Pueblos, un baretucho en calle Atarazanas (ahora al lado han puesto un hotel muy coqueto y en donde se puede comer de otra manera). Ahí te sentabas en una mesa casi apretada con la de al lado, mantel de papel, los camareros gritando a más no poder, gritando los platos que la gente pedía, el favorito era el de paella, que junto con un tinto de verano te salía por unas quinientas pesetas, o menos. Había un camarero, uno con el pelo canoso aunque no era tan mayor, que M. decía que era un baboso, que le decía cosas casi sin querer, y ella ya estaba harta (entonces, ¿para qué seguir yendo?). En la barra era normal ver a las putas que trabajaban por los alrededores, y más de una vez hasta un viejo baboso le metía mano a una de ellas. Los Pueblos es el sitio más parecido a ciertos ambientes que retrata Antonio Soler en sus novelas, con la diferencia que esos hechos datan de los años sesenta y setenta, no de los noventa. Pero en Málaga hay sitios en donde el tiempo parece no haber transcurrido. Y no te internes en La Palma-Palmilla, territorio sin ley... Lo que decía, durante un tiempo íbamos a esos lugares, vegetarianos también, a uno de calle Carretería que era el primero que hubo, todo rústico en la primera planta, zumos de zanahoria, mucha soja, mucho olor a campo reciclado, manteles de cortijo, mucho hippie auténtico... Nada que ver con Cañadú, uno que nació con la moda de los vegetarianos para gente con buena conciencia. Comer en La Media Luna, un árabe situado en una calle estrecha, casi callejón, un cous-cous abundante que casi desbordaba el plato, el ambiente más cutre que uno se pueda imaginar, carteles de Coca-Cola, mesas de hierro, la tele siempre funcionando. Menús del día, como en ese bareto de una bocacalle de Alameda de Colón (una zona que siempre me resultó desagradable), con obreros devorando el filete con patatas o sorbiendo la sopa de ocasión. Y el tinto de verano bebida oficial. Cocina low profile, pero en los muros ya no había pintadas, CLASS WAR.