lunes, marzo 06, 2006

Contar historias

Vivir es contar historias. Cualquier tiempo pasado fue mejor porque puede ser narrado. Si algo hace grande a la novela de Eduardo Lago es por su capacidad para contar historias, a través de los dos narradores, Gal y Néstor, en capítulos-episodios que van saltando temporalmente, en una suerte de rompecabezas que sólo el lector atento podrá ordenar luego. Lo que se nos ofrece como el material definitivo de Brooklyn, la novela inacabada de Gal Ackerman, es una concienzuda reelaboración, un proceso de reescritura que realiza su amigo del Oakland, el periodista sagaz que se engolfa en las aventuras de este hombre paradójico, en busca de una felicidad huidiza con forma de mujer fuerte, Nadia Orlov. La narración va moviéndose desde los años cuarenta, cuando paseaba con su abuelo David por Coney Island, hasta los últimos vagabundeos por un hotel, unas calles, un estudio, hasta ese Cementerio Danés en donde encontrará sepultura. Los escenarios son tan vívidos como los personajes, todos perfectamente caracterizados: Madrid en los años sesenta, New York y sus distintos barrios, un pueblecito en la Toscana... Hay fragmentos del propio libro original de GA que son casi un alarde de fantasía surrealista, como el que habla de un hombre que sabía exactamente cuándo iba a morir; o el que nos mete en un fumadero de opio en Chinatown; no nos olvidemos del grupo Los Incoherentes, de inspiración surrealista, comandado por Felipe Alfau, una presencia del mundo real. Lo mejor de esta novela es justo eso: el poso de "real" que deja, lo bien dibujadas de todas sus escenas, ese ritmo interno perfecto, esa justeza en el empleo de las palabras, que emparenta a nuestro hombre con Baroja o Melville, dos citas en el propio texto. También cabría pensar en Paul Auster, por eso de los cuadernos con nombre de color, que emplea Gal para sus esbozos, diarios, etcétera.
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Leo un especial Paul Auster en El País del sábado día 4, se nos habla de su última novela que será publicada entre nosotros, que lleva por título justamente Brooklyn Follies. En la entrevista, se nos habla de la importancia de su mujer, SH, también escritora, en su carrera, sin ella, nos dice, él no se hubiera lanzado a la novela, tal vez. De alguna forma, el trasunto de la salvación de sus últimos personajes de ficción es esta historia real entre la pareja de escritores que viven en Brooklyn Heights. También me emociona leer que en la novela se incluye esa enternecedora historia de Kafka, sobre las cartas que el checo escribió a una niña haciéndose pasar por su muñeca perdida. He visto la novela en la librería Luces, pero no la compré todavía. Tengo ganas de volver a estos pesos pesados, a estos maravillosos contadores de historias, como son Auster, Coetzee, Cercas.
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Sentado frente al mar, me quedo traspuesto, el libro casi se me cae de las manos, el viento me azota por momentos, pero es un sonido tan hermoso, tan relajante, que podría quedarme así todo el día, si no fuera porque aprieta el hambre, y sólo pensar en el camino de vuelta, que es ascenso horrible (porque encima, sé que allí me encontraré con el ruido de todo enjambre humano), me da pereza levantarme, guardar el libro, volver a la rutina. Me encuentro doblemente dividido: mis pies caminan por aquí, pero mi mente está en Madrid, cuando voy por el desangelado rastrillo, pienso que podría estar acercándome al Auditorio para escuchar Shostakovich; cuando regreso a eso de las tres, pienso que podría estar por las calles de Chueca o Alonso Martínez, mi querido Madrid siempre en mi mente. La otra división tiene que ver con el par mar /meseta, no sé si echaría de menos el primero, tal vez sí, pero por una larga temporada, el asfalto no se me haría tan duro, y el alimento que es el Alimento, vendría a mí más seguido.
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En los sueños de las últimas noches, sensaciones muy vívidas de los lugares en los que me encuentro: una especie de poblado árabe, y luego en el interior de una casa de adobe, muy oscuro su interior, y en ella, una sensación de secreto, estoy en un grupo terrorista... En otro, me tengo que dar prisa para llegar a Granada, que hay un examen muy importante, pero de alguna forma, pierdo el autobús, no voy, lo dejo pasar... En uno de anoche, estoy a la entrada del antiguo Conservatorio María Cristina de Málaga, en donde durante dos temporadas fui a los conciertos de cámara de la Sociedad Filarmónica (yo entre los rancios y cacatúas). Pero el recital ya ha empezado, están las cortinas echadas y no me dejan pasar. Me asomo y veo casi de refilón que hay algunas butacas desocupadas, voy a sentarme en una cerca de la puerta, pero cuando me siento, es como si del banco surgiera alguien que estaba enterrado, así que tengo que ir afuera de nuevo. Allí no estoy solo, hay más gente, debajo de un árbol enorme. Se tocan las palmas, yo me trato de unir al ritmo, pero no me siento acompasado, como si fuera a deshora. Sensación desagradable. Luego, soy yo el que propone una música propia. El sueño deriva y ahora soy el que busca sus pertenencias, que alguien ha cambiado de sitio, es un viejo compañero de colegio, que siempre tuvo muy mala leche. Lo encuentro en el hueco de un tronco. Estoy allí a disgusto. En otro fragmento, soy un niño al que se le ha entregado un pase para un espectáculo, algo así como una Casa del Terror, pero voy solo y no conozco bien el lugar, que se vuelve una especie de laberinto. En las distintas estancias que atravieso sólo encuentro restos de muebles, cosas viejas, arrinconado todo, sucio, abandonado. Nervioso, temo haberme equivocado de casa, pero no, al parecer está más escondido. El que me espera al otro lado es Barbazul, el asesino, el Ogro nada menos, el que devora a los niños traviesos...

Pero el sueño más cargado de afectividad es uno que tiene que ver con un grupo de gente de mi edad, no he quedado con ellos, pero se me aparecen y no puedo evitarlos, y hay una de ellas, una chica de unos treinta años, que me llama mucho la atención, pero en cierto momento abandona el círculo de reunidos y se va, supuestamente a llamar por teléfono, pasa el tiempo y no vuelve, yo voy rodeando por el paseo de la playa por si la localizo, pero nada, ni señal de vida. Luego en una casa, aparece, pero ya no me presta atención, está ocupada con su ligue, y eso tendría que ponerme furioso, pero la miro, y comprendo. Es Mar, creo que así se llamaba ésa que tanto me gustaba, de la serie de Cuatro Chicas en la ciudad. Me despierto y veo perfectamente su rostro, sé que si la viera me enamoraría de ella, recuerdo aquel episodio en que todas las demás petardas le hacían coro cuando ella les decía que había vuelto a ver a un ex novio. Pienso también en las chicas del tiempo de Canal Sur, tanto la morena, tan morbosa con su escote poderoso, como la rubia, más recatada, y cuya voz me gusta más. La nueva presentadora del Telediario de la Primera del fin de semana, con su voz de mezzo casi contralto, rubia, tan finita, me hace pensar en una cajera del Hipersol, rostro y cuerpo de modelo pero voz de camionero. Me pierdo en un laberinto, como en otro tiempo.
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Meto la mano debajo del escritorio, cojo una carpeta, y miro en su interior, los relatos de otro tiempo. Uno de ellos me sigue gustando, se llama La noche, como el día, ocupa sólo dos folios, por las dos caras, escrito a mano, y en su estilo continuo-surrealista, casi demente la voz narrativa, cuenta cosas, muy borrosas porque la maraña de palabras inconexas no permite una fácil comprensión, cosas de otro tiempo, del tiempo inmediatamente anterior a su escritura, tal vez 2002, 2003. El otro se llama Olas (Paseos /4) , ocupa cinco folios sólo por una cara, es una fotocopia del original (ya sé, creo que hice la copia para Wen), y relata hechos casi autobiográficos del verano de 2000, un verano lleno de pequeños resplandores y quemaduras frías. Ése no me gusta nada, y estoy a punto de romperlo.