viernes, marzo 03, 2006

Volvamos a la gran literatura

Así que dejo atrás los humores adolescentes (los niñatos de ahora, adictos al móvil, a la comida basura, a cosas que son estúpidas, y encima Vicente Verdú justifica este estado de cosas, estos niñatos que pegan a sus padres y profesores, la falta de disciplina es fatal). Así que leo ya Llámame Brooklyn de Eduardo Lago (Destino, 2006), reciente Premio Nadal, una novela que engancha desde el principio, las que a mí y a cualquier lector serio nos gustan. La entrada es soberbia y el capítulo "Deauville", espléndido, no le sobra ni le falta nada. Personajes vivos como Sam, escenas casi oníricas, como la veinteañera de la estación de autobuses; dos narradores, Gal Ackerman (el que no pudo acabar su libro) y Néstor, su amigo que logrará hacerlo. Una atmósfera. Lo tiene todo para que seamos felices por unos días.
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Fotografía de Mette Perregaard

Sinfonía I, Laberinto, de Jesús Rueda, del año 2000, en versión en vivo de la JONDE dirigida por Martínez Izquierdo (Tritó, 2004). O cómo engancharse a la música de nuestro tiempo, con guiños cinematográficos, con subidas y bajadas de tensión (éstas, en las secciones de la Esfinge), y un remate mercurial con el Minotauro, unas palmas que parecen flamencas poco antes del final..., una obra redonda, por mucho que a los más inflexibles y apabullados por la música contemporánea digan que es una obra del pasado.
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Volvamos a la infancia, mediante una película argentina maravillosa, sencilla, El sueño de Valentín de Alejandro Agresti, que vi hace una semana en Canal 2 Andalucía. El narrador de la historia es el propio Valentín, un redicho niño de otro tiempo, de esos niños que ya casi no existen, porque a su edad, nueve años, ya son todos adictos al móvil y el messenger, ya no sueñan con ser astronautas, y si sus familias están descompuestas (ahora las psicólogas pedorras dicen "desestructuradas"), no les importa mucho, porque ya tienen sus gadjets electrónicos. Valentín vive con su abuela, algo achacosa, el padre lo visita de vez en cuando, le presenta a sus novias..., pero ninguna vale como sustituta de su madre perdida..., ninguna, hasta que aparece la rubia Leticia, con la que compartirá un hermoso día. También se hace amigo de un vecino hippie, pianista alcohólico, que tratará a partir de entonces como figura paterna sustituta. No es una gran película (no como la que daban ayer con El País, Un lugar en el mundo, ésta sí que es grande), pero de vez en cuando gusta ver películas sencillas, sin más ambiciones que las de contar una historia emocionante y cercana.
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No iré a la Semana de Cine Fantástico de Málaga, ya pasó ese tiempo en que no me perdía una. Ahora el cine me da casi lo mismo. No soy un cinéfilo apasionado, no tanto como lo era en los años noventa. Tampoco he ido aún a ver la exposición de Anish Kapoor en el CAC, que ha salido anunciada hasta en el Daily Telegraph. No tengo muchas ganas de nada. Y pienso que cada vez irá a peor.
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¿Sabes lo que me gustaría? Ir a comer a todos esos restaurantes que iré anotando puntualmente en la agenda. Hace tiempo que lo que más me da placer es la buena mesa, la buena vida auténtica. Somos lo que comemos. Miro básicamente la blogosfera gastronómica, aunque no hago muchos comentarios. Leo a José Carlos Capel y a los críticos de Metrópoli de El Mundo. Me gustaría ir a todas esas ferias gastronómicas. Paladeo el último número de Vino + Gastronomía. Cada vez estoy más gordo, y no me importa nada. Tengo que leer Gordo de Jesús Ruiz Mantilla. Y ver, cuando vaya a Madrid, Mondovino, de Jonathan Nossiter.