miércoles, mayo 31, 2006

Felicidad

Uno. Why Architects Get It Wrong, extracto de The Architecture of Happiness de Alain de Botton, Hamish Hamilton, 2006; publicado por Seven, suplemento cultural del Sunday Telegraph el 2-4-2006. El autor (uno de mis favoritos, por si no lo había dicho) pasa un verano tranquilo y animado a la vez, en el centro de París. Años después descubre en un libro ilustrado sobre planificación urbanística las ideas de Le Corbusier (uno de los más inteligentes e influyentes arquitectos del siglo XX, alguna vez estuve en una exposición sobre su obra) para esa zona de París: quería dinamitar todo ese centro y reemplazarlo con un gran parque, punteado a intervalos con dieciocho torres de forma cruciforme, cada una de sesenta pisos, extendiéndose hacia las partes inferiores de Montmartre. ¡Un plan demencial realmente! Por muy racional y planificado con suma lógica, uno no puede luego por menos que burlarse o sentirse superior a esta concepción del futuro de la ciudad.

Estos proyectos de futuro surgieron a partir de la constatación de un estado de cosas, una ciudad superpoblada tras la masiva llegada de gente del campo y provincias pequeñas, y un centro que era ya un puro caos a principios del siglo pasado. Para solucionar esto, la medida radical era echarlo abajo y construir grandes torres --rascacielos-- que pudieran albergar 2.700 personas, ¡o incluso 40.000, en sus sueños grandiosos! En la primera visita que hizo a Nueva York, se mostró decepcionado por la escala de las construcciones: "Sus rascacielos son muy pequeños", contó a un sorprendido periodista del Herald Tribune. En sus dos obras fundacionales, aboga por la eliminación de los suburbios, en un intento de democratizar la vivienda y barrer de paso la fea estética de las villas de las afueras; también las calles son producto de un tiempo pasado, y no compatibles con los tiempos modernos. Y, otra medida escandalosa, habría que hacer una radical separación entre peatones y conductores, para que cada uno estuviera cómodo en su entorno, los primeros por sus verdes senderos y los segundos en sus autopistas veloces y sin interrupciones de esos petardos que van a pie.

Desgraciadamente, el tiro le salió por la culata, y no hay más que darse una vuelta por el anillo que rodea París, esas tierras devastadas que los turistas miran con horror, para observar el resultado de esta distopía: los mismos suburbios que hace unos meses salieron a diario en las noticias, por la quema de coches masiva y los altercados de sus moradores con la policía. Torres y más torres, basura, miseria y modernidad en su peor grado de expresión. Son la prueba viviente de todo lo que Le Corbusier no tuvo en cuenta, ni arquitectónica ni humanamente (y las razones que expone el escritor son bien tajantes). Lo que la lógica aplastante del arquitecto no le dejó pensar fue que un entorno incómodo, no pensado para las verdaderas necesidades humanas, hace que se desaten todas las tormentas. La separación radical de hombres y vehículos, de personas y comercios o negocios, hace que el verdadero componente humano se pierda, y el sujeto se aísle cada vez más. El fallo de los arquitectos para crear entornos amigables refleja nuestra torpeza para encontrar felicidad (harmonía) en otras áreas vitales. Mala arquitectura es a fin de cuentas más un fallo de psicología que de diseño. Es un ejemplo expresado a través de materiales de la misma clase que en otros dominios nos lleva a casarnos con la gente equivocada, a elegir trabajos poco adecuados o reservar vacaciones tontas: la tendencia a no entender quiénes somos y qué nos satisface. Los lugares que realmente amamos son, por contraste, la obra de esos raros arquitectos con la humildad para interrogarse adecuadamente sobre sus deseos y la tenacidad para trasladar sus etéreos temores de alegría a planes lógicos --una combinación que les permite crear entornos que satisface necesidades que conscientemente nunca sabíamos que teníamos.

Dos. El viaje a la felicidad de Eduardo Punset (Destino, 6 ª edición, 2006). Una obra de divulgación (ya un pequeño bestseller) que trata de comentar los últimos avances científicos encaminados a proporcionar vía libre para ese viaje a la felicidad que acaba de comenzar y cuyo final es incierto. Porque esos cuarenta o cincuenta años redundantes (en términos evolutivos) que ahora el ser humano tiene, esa esperanza de vida alargada hasta los setenta de media (las mujeres algo más), han hecho cambiar todas nuestras expectativas y han dado paso al futuro, a la felicidad posible aquí y ahora, no en otra vida. Es por ello que los gastos en inversión (reproducción) no sean ya tan vehementes y principales, y que la felicidad tenga un espacio, un hueco al menos, como energía de mantenimiento ya no como lujo, sino casi como obligación. El autor nos da las nuevas claves científicas, y una de ellas es la revolución emocional, el nuevo modelo de trabajo que da casi la misma importancia a las emociones que a la parte lógica de nuestro cerebro. En el capítulo dedicado a las amebas, los reptiles y los mamíferos no humanos, y en el apartado dedicado a lo que nos une con ellos, el autor habla de algunas pistas: la felicidad está escondida en la sala de espera de la felicidad (sí, amigos, lo que viene antes, la búsqueda de, es más importante que el placer luego alcanzado, y esto ya lo sabían los poetas desde siempre); el conocimiento se adquiere observando a los demás; todos los reptiles y mamíferos compartimos la resistencia al cambio y a la novedad...

"La felicidad no depende tanto del nivel de inversión en la perpetuación de la especie y el equipamiento, como de algo menos tangible caracterizado por actitudes y valores vinculados al mantenimiento de la especie en condiciones sostenibles" (p. 23). Y es que es algo que tendríamos que saber: tantos bienes materiales nos llevan a la ruina, y nada de eso puede dar la felicidad.

Un libro muy ameno y útil, y que nos servirá cien veces más que cualquier manual de autoayuda.