viernes, diciembre 29, 2006

La Tejedora

Hace algunas noches tengo un sueño. Es con la Odiada, también llamada bruja, el apelativo se lo puso ella misma, así firmaba las cartas que me enviaba y así también los mensajitos que dejaba al lado del teléfono. A pesar del sufrimiento que me causó, y tal vez por eso mismo, ella se aparece una y otra vez. Como murió para mi vida, ahora es un fantasma, y como los fantasmas, se aparece en los sueños.

Miro el jersey de colores, que aún conservo en el armario, del que no me quiero desprender. Como un buen judío, lo guardo todo, por miedo a que un día yo desaparezca si mis objetos se van. Ese jersey de lana de muchos colores que ella tejió aquel lejano verano del 93, doce mil kilómetros y más de distancia, en la ardua espera. Tres meses una eternidad. Llamadas telefónicas, larga distancia, cada paseo un sufrimiento. Cada día un desastre, un abismo, pero en agosto comienza la cuenta atrás. Las cartas llegan pero lentas. No existía la red de redes, y si existía, estaba en pañales. La tejedora del tiempo.

La madre devoradora. La madre en el hospital, devorada por los gusanos. Yo, devorado por la impaciencia, los nervios son fibras rotas. Llamadas bastardas, en un hueco de la pared para no escuchar el ruido ambiente, el fuego amigo. El abrigo de Penélope, en su larga espera. Salvo que Penélope soy yo. Cada aguja marca las horas, reloj cruel. Colores que se alternan: amarillo limón, naranja fuego, amarillo mostaza, verde hiel... El paso de las horas. Las agujas fatales. La voz en la cinta. Ella cantaba boleros borrachos y canciones del altiplano. Ella, tan amada. Ella, tan detestable. Ahora y en la hora de todas las desgracias. Fueron los celos. La mataría, pero no puedo. El pullover ahí colgado, no puedo tirarlo. El pasado es una pesada losa.

Uu día ví una exposición de Louise Bourgeois y me acordé de ella, de su habilidad para usar las manos, para tejer, para tocar la flauta, para cantar. Se diría que es pura sublimación. No practica sexo con un chico que le gusta en el campamento musical, a los dieciocho años, y se conserva virgen hasta casi los treinta, en que tiene una mala experiencia, y luego más. Una y otra vez es burlada por los hombres, ninguno de los cuales responde a su ideal, que quedó allí tan lejos, en los lagos de Bariloche. Un día se encuentra con su destino, ahí comienzan las verdaderas torturas. El arte es despedido por la ventana, la vida real es otra cosa: cuenta moneditas para cruzar el charco, piensa en algo más grande, pero no quiere saber nada de sexo oral. Tejer es evitar que te miren lo más íntimo. Para cubrir su sexo-medusa es que las mujeres del Matriarcado aprendieron a tejer la lana y otras materias vegetales. Porque es algo que espanta hasta a los más osados. Para salvarse de la perversión es que los hombres se fueron de caza, y ellas mientras tanto hacían la limpieza junto al río. Pero los ríos bajaban turbios en el duro invierno.

Una y otra vez, cuando abro la puerta corredera del armario, veo el jersey, pienso en arrojarlo a la basura, como se hace con las cosas de los muertos, pero al final no me atrevo. Alguien, el Indio, me dijo una noche de copas que para olvidar a las mujeres malas tienen que pasar diez años, y lo dijo por experiencia. Él fue uno de tantos españoles, de la clase baja o media-baja, que se fueron a Alemania, Holanda o Suiza, o Francia que queda más cerca, y allí se enamoró y se casó con una nativa. Pero la droga se cruzó en sus caminos, y ellas no pudieron soportarlo más. Tuvieron algún hijo, fruto del desenfreno de las primeras horas, los primeros meses radiantes de alcohol y cannabis. Ahora ese hijo, al que ya no ven, está allí, ya adolescente, el hijo del polen. Ahora ellos me muestran sus viejas cicatrices, los tatuajes auténticos, que cuentan cada uno su historia de temporadas en el infierno, y no esas cosas decorativas de los pijos y furcias de este tiempo gagá. Pascual, y su bicicleta compañera inseparable. Su rostro curtido, como el de un viejo marinero. La pasión por la heroína fue la única que sobrevivió, fue la más fuerte. Las mujeres son cosas etéreas, son carne pasajera. El polvo blanco, la plata quemada, las rayas, los porros, las pastillas, eso es más fuerte, se queda en la sangre, envenena el cerebro, por eso deja huella.

Yo, que no he dejado huella en ninguna parte, que fui un niño triste de mirada huidiza, que nunca fui amado ni entendido, que siempre me perdí en los libros que son mi única pasión, mis amantes favoritas todo el año, no tengo por qué recordarte. La droga es la sustituta de la madre que no me cuidó, que no me dio el amor más grande que la vida. El alcohol en que me ahogué una temporada. La depresión no es algo pasajero, sin embargo. Como el jersey hippie que ella me tejió, está ahí al acecho, esperando el momento propicio.

Ella, que en un tiempo fue omnipresente, ahora se aparece furtiva, con el aspecto de entonces, igual de fea y dándose importancia (el hombre es el animal que se da importancia, por definición), y finge que no me conoce, que aquellos años nunca existieron. Tengo pruebas: aquí están.

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2 Comments:

Blogger Rain (Virginia M.T.) said...

Es una evocación sin ternura, desnuda de la mínima dulzura. Por cada sentido, hay un dolor.

Te comento que cuando era niña, tejer me perturbaba. Sacaba malas notas en educación laboral. Nunca terminé de tejer siquiera una chalina.
Y pensar que con las mismmas manos, escribimos.

La ausencia de amor es mortal...

4:06 a. m.  
Blogger La Dragoncita said...

Llegué a este blog por casualidad. Me perturbó tu forma de expresarte pero al mismo tiempo me gustó... entendí casi todo !
La relación entre "la tejedora" y el sexo oral me quedó en stand by... investigaré un poco !

Saludos !

4:13 p. m.  

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