miércoles, enero 03, 2007

Sola en casa

Aquellos días de junio, hacia el final de junio, y primeros de julio, cuando el calor hacía ya estragos. Sus padres que no venían, preferían la casa del pueblo. A nosotros mejor. Ella decía, mientras se quedaba en bragas, y yo como si no importara, que ya iban a venir, que su padre se había comprado el abono para la feria, pero ellos no llegaban. Su hermana tampoco, su hermana pequeña, aquejada de una terrible enfermedad degenerativa. Mientras tanto, nos quedábamos solos en la cocina, mirando el techo, hablando, ella asomada a su eterna curiosidad. Me hacía preguntas que contestaba como por inercia, pero ya no podía concentrame en las respuestas, pues se había quedado en bragas y estaba venga moverse, mientras movía cacharros o cogía por enésima vez los apuntes, pero no estudiaba, hacía como si. La frívola, ¿damos un paseo en bicicleta? Estudiar era complicado, y más luego cuando vino la fiesta al lado de casa, y más luego, cuando los helados eran apetecibles. Nos íbamos a la habitación de al lado, yo me sentaba al borde de la cama, y hacía como que no le miraba las pecas, como que ella estaba bien vestida, pero no era posible.

Ya no era posible nada.

De vuelta a la cocina, ese día decidió hacer lentejas, qué rico, la comida de siempre, que ella había aprendido tan bien de su madre. Me habló de aquellas aventuras, cuando era una niña. Volvimos a hablar de Verano Azul. Y de vuelta a su cuarto, miré por octava vez el esqueleto que estaba pinchado en una de las paredes, y la miré a la cara y ví que tenía el rostro mojado y la entrepierna también, pero hice como que no pasaba nada, y me comentó como si nada que estábamos todo el día liados; pero el sexo sólo existía en su imaginación de frívola. Me dijo que me regalaría el telescopio para mirar las estrellas, y antes me había regalado la red para cazar mariposas, la misma con la que la había cazado a ella unas semanas antes (la red era en realidad para coger pececillos). Aquellos días no se terminaban nunca. Venga, estudia un poco, que es por tu bien. Ella no quería hacerlo hasta que pasara tiempo, hacerlo enseguida era cosa de fulanas, y ella..., era otra cosa. Existía sólo en su imaginación.

Enamorada del padre, era muy difícil.

Aquella noche interminable en el viejo balneario, las horas que pasamos contándonos nuestra infancia y juventud, todo eso ya no existía, era imposible.

Las pecas de sus hombros, cerca de su nariz, las pecas por todo el cuerpo. La piel deseable. Un contacto, un olor, sentarse a la mesa de la terraza entre tantos helechos y otras flores cuyo nombre no sabemos, los mosquitos, el sonido del mar cercano, cohetes, hay una risa, hay un gazpacho cordobés, o malagueño, da igual.

Cuando la noche llega, ella, se me echa al cuello, me pide que nos casemos en Venecia, mientras en la radio suena Javier Ruibal, al que escuché en directo ni hace tres meses, también a José Hierro lo escuché la noche antes de conocernos.

Nos forjamos la mitología de "nuestra primera noche".

Dormimos juntos, intranquilos, como los amantes nuevos que se saben pasajeros.

Hace ejercicios delante de mí, se abre de piernas, se ríe, se burla de mí, otro café, más papeles llenos de palabras médicas, hay que ir a esa guardia, ya no te quiero, la hermana ha llegado, pero ahora podemos estar a solas, no viene nadie, no me gustan los toros, hay que ser valientes, tú podrías ser una musa, no le gusta más que Antonio Gala, me da igual, si puedes quedarte una hora más, así, en bragas, descalza, por toda la casa ajena.

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