Todas las tardes del mundo

Uno podría ser feliz, podría ser feliz perfectamente, pero hay un obstáculo: los otros. Los otros, por el hecho de estar ahí siempre, juzgándote, preguntándote, queriendo saber de ti y los tuyos, por el hecho de querer ver dentro de ti, son los responsables de que yo no sea nunca feliz. Podría serlo, ya digo, pero los otros se me cruzan en el camino. Con sus deseos inmediatos, con sus pornografías cotidianas, con su fascismo rampante, con sus babas por doquier.

Y cuando el día acaba y quiero descansar por fin de la larga jornada, las voces en la cabeza, que vienen de la radio, me incitan a la perdición, me dicen que he de matar a alguien para conseguir mis propósitos, que he de comprar los objetos tecnológicos para ser dichoso, que he de desear siempre lo que no tengo, para que todo fluya.

Y así no hay manera de ser feliz.

Trato de evitar llamadas impertinentes, quiero esquivar todo lo supeficial, quiero sentir de nuevo como en junio pasado la música de Trevor Jones, quiero tener todos los discos de Uri Caine, deseo que de nuevo esté allí aquel atardecer y ella hablando y yo en las nubes, pero los físicos que saben demasiado dicen que el tiempo es unidireccional.

Y como nada vuelve de nuevo, como los muertos desaparecen y listo, como uno es mortal y demasiado esquivo a la suerte, entonces, así, uno muere un poco cada día, y la vida se compone de recolecciones de basuras y la película no se puede disfrutar por culpa de los chismorreos y el concierto tampoco por los que sacan los caramelos y las viejas pedorras que tosen y les pica el culo y tengo sueños eróticos en donde desfloro a jovencitas de once años y mujeres mayores de edad vienen a mí y me violan y a la mañana siguiente nada de esto permanece y el humo es todo lo que hay y sueño con venganzas crueles contra los que me han hecho daño.

Y uno no puede ser feliz.