martes, enero 12, 2010

Entropía (II)

Labios gruesos, sobre la mesa, teléfono negro, mesa, gafas negras de él, cuerpos entregados a una cierta inercia, carne contraída, cortina veneciana no hay luz, movimiento usual, entra despacio que nadie escuche tus pasos, luego una copa cae al suelo pero no se quiebra, luego viene la quinta marcha, ella se agita, él empuja más fuerte, más es menos, menos es más, algodón entre los dedos, uñas rojo violento, duele un poco al principio pero, ella se queja y dice palabras en inglés, palabras que una señorita no tendría que usar pero, quién dice que sea una señorita, duele luego tras múltiples empellones y por lugares remotos al centro, no hay centro dice él, se deja llevar, un parque un sin-amor, tal vez la lluvia y, despacio se llega al banco donde se sufre, hay algodón dulce para los niños, mucho rosa es perdición, se escapa por una puerta rojo viejo, viene el final, mucho blanco sobre bermellón.

(…)

--¿Puedo abrazarte?
Ella queda paralizada. No se esperaba esta pregunta. De todas las preguntas posibles, esta no. No, no, dice en su interior, no me preguntes eso. Él está esperando, ansioso. De repente la ve a años-luz. Inalcanzable. Sabe que se negará al abrazo.

(…)

--¿Por qué te vistes?
--Tengo que salir.
--¿Salir adónde?
--Eso es asunto mío.
--Aquí no hay nada que sea asunto tuyo. En todo caso es asunto de los dos. Deja de vestirte.
Ella sigue con el acto: sujetador blanco normalito. Camisa también blanca. Bragas blancas. Vaqueros. Calcetines rosados. Zapatos negros con un poco de tacón. Él la mira atentamente.
--¿Dónde se supone que vas a estas horas? No son ni las diez y es domingo.
--Voy a misa, ¿te importa?
Él lanza una risotada. Cae hacia atrás en la cama. Luego se incorpora, tal vez con más fuerza, se levanta de un salto, va hacia ella, se ve como fuera de sí, no siente, no calcula el alcance de sus fuerzas, su brazo sigue una dirección marcada, algo cae al suelo, una alfombra es la mejor red, se mira el dorso de la mano, hay un poco de sangre, mira eso rojo como si fuera el elemento de un sueño, de un sueño que no tuviera nada que ver con su persona. Luego se ve caminando hacia el baño, como en trance, coge un bote blanco un líquido extraño, color sucio, yodo, algo para untar, algodón entre los dedos, algo rebota contra su sien, un alfiler algo punzante, festival de gritos, alguien llama a la policía, tocan aporrean a la puerta, nadie sale nadie abre. Es un domingo extraño.

(…)

Un muro de sonido. En la habitación. No se puede llegar hasta el otro lado. Hay un tipo que no deja nada quieto. Paal Nilssen-Love aporrea la batería como si le fuera la vida en ello. Massimo Pupillo y su bajo terrible. Esas dos murallas impiden llegar a la otra punta. Si uno se asomara ahí vería que el día está malo, que llueve sobre la ciudad, que las montañas están nevadas. Pero este ruido sucio que todo lo impide, este muro que es infranqueable, esta noticia que viene de Persia, todo esto hace que uno se quede quieto, a la espera de los bárbaros. Que nunca llegan. Pero esos bárbaros, dice ella, levantándose del suelo, aún con la cara llena de sangre. Esos bárbaros eran una solución. De aquí no sales a ninguna parte y menos a ver a ese cabrón. Sé dónde andas. Pero eso ya se acabó. He leído todo lo que has puesto ahí, y señala una pantalla que nunca cesa de parpadear. Ella va renqueando hacia el baño, con su algodón tan rojo y su cara tan estrellada. De fondo sólo se oye un murmullo enfermo. Alguien vomita en una esquina, un vómito negro, y sale volando. Al aquelarre. Mujeres que salen de escondites, cuevas que se transforman en sanatorios para enfermos incurables. Pasillos llenos de sangre seca. Formol que se apodera del ambiente.

(…)

Nadie coge el teléfono. Se sienta. Ella se sienta sobre él. Su nombre no importa. Se ha metido una raya y está contenta. Él se ha bebido lo suyo y está contento. El jardín de Belisa. Se besan despacio. Hay una pendiente, un resbalar hacia arriba. Eso es el placer. Y viene de lo más profundo. ¿El qué? Lo que no se puede describir con palabras, pero sí con música. ¿Con qué música? Con la que suena ahí al otro lado del espejo. Batería de punk-metal y bajo eléctrico y saxo endemoniado, dos guitarras y electrónica. ¿Puede el bajo ser un simple contrabajo? Puede, pero no mete tanta caña. Ella mete una mano por debajo, hacia la frecuencia. Alguien modula un sentimiento que se aquieta por fin, despacio. Leonardo no estaba para verlo. Investiga su mano el misterio recóndito. Ella se deja inspeccionar. No hay cinta. El paseo es para ver que la hierba es más verde ahora. Y el cielo tiene más encanto. Luego se sientan sobre la hierba y se miran las manos, las hormigas acrecientan su desfile. Hay una pérdida que no se compensa con esta sobrecarga. Podrían estar de vuelta a las siete. Ella hace una foto con la cámara de su teléfono móvil. Ambos se ven en la borrosa distancia. No hay voz. Sólo la espuma de los días les hace temblar. Poco a poco. Nada. Una mano al fondo de un pozo sin agua, una pendiente resbalar hacia arriba. ¿Ya?

(…)

Se levanta va al baño hay ocupación temporal del servidor, tiene que esperar cinco minutos pero eso es una eternidad mientras se hace el té, se calienta demasiado el agua pero no pasa nada, la cara por fin, el sueño se esfuma, un sueño en donde hay explosiones y cambian el suelo, la calle está rota y no sabe por dónde pasar, no hay acera, por fin se abre la puerta y aparece el mensajero, deja la mercancía en una mano que se vence por su peso, el paquete viene de un lugar lejano, corta deprisa, suena el teléfono, ella grita del otro lado, algo sobre un sentimiento pesado que hay que coger con pinzas, suena el destello, la habitación con su algodón todo manchado, no hay cinta. Ella se desplaza, viene hacia él, por detrás, besa, muerde algo con fuerza, los labios están hechos para ser mordidos, las lenguas se conocen bien, hay un acento extraño. Suena algo parecido a un berrido. Luego se calla y estalla una bomba, la muralla crece y crece. El parque está lleno de hormigas rojas. Las palmeras mueren por el picudo rojo. Talas masivas en todo el litoral. Ella viene y responde por fin el jefe de sala: no hay problema, se sale a la calle a fumar. Ella protesta, hace frío. Él lanza un mensaje, hay cinta por fin. ¿Te gusta esto? Ella se viste para desvestirse enseguida, él espera en la cama con todo su sigilo. Ella resbala al borde de la mesa, mucho bermellón es para nada. Uñas que se clavan en. Una forma de mover el. Su flequillo, en el parque hace ya mucho frío. Un nombre, una flor que se estrella contra el mármol de la chimenea. Una copa de vino muy rojo, ella bebe, labios demasiado rojos para ser. Hay algo, una muralla de sonido. Paal Nilssen-Love aparece por una esquina, en el muro han escrito en amarillo limón Parker, en verde manzana Coltrane y debajo con letras gruesas y un azul eléctrico Gustafsson. El chico sonríe, la chica se pone de puntillas y lo besa. Tienen quince años los dos. El primer amor es el único amor posible, porque. Porque es la única experiencia única. Todo lo que viene después es repetición. Todo lo que viene es variación sobre un tema (ya conocido). Pero ahí es donde radica todo el placer. Pero no, dice él, mientras lanza su copa contra la pared, furioso: odio las variaciones. Me gusta la música que no se basa en variaciones y en vueltas a lo ya conocido, ya expuesto antes. Amo la música de Morton Feldman porque nunca se repite nada. Es como perderse en el bosque. Nunca puedes reconocer nada. No hay cinta. Ella recoge los cristales, se corta con una esquirla. Odioso minimalismo, odioso tipo odiosa tarde en que lo conoció. En que la embaucó. A las dos horas, aquello sigue sonando igual, como la lluvia lenta en Escocia. ¿Existe algo llamado lluvia? ¿Existe un territorio llamado Escocia? Ella se levanta y va hasta la cocina, bebe un vaso de agua, luego regresa al sofá y sigue viendo la película. La pantalla hace horas que está en negro.

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jueves, enero 07, 2010

Entropía

Cuando se está duchando el agua comienza a venir fría. Mierda. Se acaba la bombona de butano. Uñas rojas que rozan una carne, bermellón, adentro. Tres botes de mermelada (fresa, melocotón, ¿pera?) casi apurados, se hace una mezcla en la tostada, está repugnantemente ácido. Al menos la bebida está buena, es de soja. Baja la escalera deprisa, casi tropieza y se cae. Teme una caída por el frío mármol. Labios en rosa, fucsia en realidad. Se queda casi inmóvil para recibir. Siente su fragilidad, estar hecha sólo para el placer. Piensa en cómo llegar hasta la otra punta de la ciudad. Paseo del Limonar. Limonar 40. Tráfico asfixiante. Molestias en el estómago. Otra vez esa acidez.

(…)

Se mueve por la casa como si estuviera en un baile. No la conoce apenas, es nueva. A veces se equivoca con su nombre. No concibo este mundo sin Don Cherry. CherryCo. En el espejo del baño se escribe su nombre, pero se borra enseguida. Vapor, espejo empañado. Ella viene por detrás y remueve su pelo enmarañado. Dice algo, no hay cinta. Suena el teléfono en la otra parte de la casa, inmensa. Cuando corre parece el viento. No, ahora no. Sí, más tarde. No soporta que hable con extraños cuando él está. Una agenda de cuero marrón, el año, pelusas en la ropa. Una chaqueta roja, zapatos negros que se abrochan en el tobillo. Su risa es, viene ahora y se despide, hay ensayo. Su melena enmarañada, natural. Hay días que sólo ve girasoles moverse sin parar. No, no hay nadie. Sí, esta es nuestra música.

(…)

--¿Quién llama?
--Eva, ¿estás sola?
--Ah, eres tú. No, ahora no puedo, está al llegar, sabes que esta semana no puedo. ¿No te dije que te llamaba yo? ¡Eres un puto paranoico! No sabes respetar nada, no quiero verte más.
--Eva… Eva…

(…)

La cama es la más grande que ha visto en su vida. En realidad, hay visto muchas, pero casi todas eran un desastre. Pequeñas, infantiles, cutres y algunas llenas de extrañas sustancias. Camas esquizofrénicas como la de Tracey Emin. Camas de desechos, basureros para dormir, no: catres para retozar; tampoco. Aquí se podrían pasar horas sin hacer otra cosa que dormir y soñar con el mundo feliz. Ella aparece por la puerta y se lo queda mirando. No se acostumbra a su pelo tan corto. Parece una mujer del norte. No es guapa, pero a veces brilla. Le gusta cómo sonríe siempre. Le gusta preparar el desayuno y comer en la cama. El patio de recreo. Enya. Un jardín oscuro al atardecer, plagado por la hiedra. Rosas de todos los colores, al fondo. Un perfume suave, refrescante, mandarina. Como volver a la infancia. Un bar en A Coruña. Llueve intensamente y unos norteamericanos se refugian de la lluvia. Impermeables de colores fluorescentes. Una chica de pelo largo liso rubia escucha atentamente en primera fila al guitarrista, su amigo. Paseo del Limonar. Cuando aparca cerca son casi las dos de la tarde. Sólo residentes.

(…)

--Podemos ir a Segovia, ¿conoces?
--Sí, una vez fui con unas amigas del instituto, no me gusta, es horrible, es una ciudad de militares. Muy seria, aburrida. No me gusta.
--¿Conoces Aranjuez?
--Estuve una vez, sí, con mis padres, hace muchos años, era casi una niña. Hay un río, creo. No me acuerdo de mucho.
--¡Por supuesto que hay un río! El Tajo, y es precioso allí. Hay muchos jardines y estatuas y palacios. Hay un buen restaurante para comer, Rodrigo de la Calle. Podemos ir.
--No tengo muchas ganas de moverme de aquí, se está tan calentito. No seas petardo, anda. Podemos ver una peli en TCM. Podemos pedir una pizza, ¿qué te parece? Y luego… ya sabes.
--Eres jodidamente burguesa, ¿lo sabías? Si por ti fuera el mundo se acababa a la vuelta de la esquina. Siempre quieres lo mismo, los mismos sitios, los mismos amigos, la misma rutina. No sé cómo no te aburres.
--Me gusta repetir las cosas que me gustan. Ya sé que tú no. Te vuelves loco por la novedad. Pero eres como un crío con juguetes nuevos. Enseguida quieres otros. Nunca estás contento. Así nunca vas a ser feliz. Yo prefiero ser feliz con unas pocas cosas que me agradan.
--Yo no quiero las cosas agradables, quiero emociones, quiero vida auténtica, quiero belleza, quiero cambiar de paisajes. Me aburro siempre con las mismas cosas. Una vez tuve una amiga que siempre viajaba al mismo sitio y se alojaba en la misma pensión y comía en los mismos restaurantes y se bañaba en las mismas playas. Salvo cuando le daba por irse a Tailandia o sitios así. A mí no me interesa el exotismo, me gusta la intensidad.
--¿No tienes intensidad conmigo?
--El mundo va más allá de un cuerpo. Me gusta tu cuerpo, me gusta cómo piensas a veces. Pero necesito aire puro también.
--Está bien, vete a Aranjuez con otra. Creo que voy a llamar a una amiga para ver esa peli de Mitchell Leisen.

(…)

Naranjas pálidos, fresas y púrpuras y amarillos que ciegan, campos de trigo, un molino, un riachuelo, resbalan en la cama, el mando a distancia cae al suelo, esta noche se acaba la oferta, el chico de la moto espera con el casco puesto, ella se ríe, sólo la camisa de él por encima, está doblada por la risa, sus gayumbos, el nene que sale a la calle y, un triciclo, dos años y un paquete de palomitas, la chica se masturba delante de la pantalla mientras Peter North pinta la cara de la morena en éxtasis, ella le tira con la almohada, no soporta esta pausa, el teléfono suena de madrugada, la casa sosegada, una sombra contra la pared, baja el monstruo, un litrillo, luego vomita con decisión contra los contenedores de basura, una palmera enana, la farola parpadea. Cartón con pegotes, rojo, tomate, anchoas no, napolitana, fregha, Nápoles, una vuelta en moto. No logra verse en el espejo, está empañado. Ella viene por detrás y besa su nuca, jabón, algas.

(…)

Se cuela en el ensayo. Ella está en el centro, el músico que la acompaña a su izquierda. Su voz. Su alma. Recuerda algo, un poco de pintura de labios, un mechón de pelo rubio, sujetador por el suelo, sus bragas moradas, una hoja con algo escrito, una partitura, estantes llenos de partituras de compositores que no ha escuchado jamás. Dowland, Purcell, Monteverdi, Gesualdo, Luca Marenzio, sí. Un viaje que nunca termina. En México, hace dos años. Cuando conocieron al tipo de Viena, en Oaxaca. El polvo del desierto, ella afónica, enferma, él su masajista. Un sueño en los jardines de Hamilcar. Ella se levanta febril y le cuenta un sueño extraño, con él, un sueño en el que él muere y resucita luego. Se cae por las escaleras del metro. Una chica morena y físicamente explosiva se apoya contra una de las puertas de salida. Él la mira fijamente a intervalos. Querría saber qué música lleva en su iPod. Dorado brillante cabellos secándose al sol. Los dos sobre la alfombra de nudos blanca nieve. No entiende del todo su humor, el tiempo es un chicle. Se queda en su pecho largo tiempo, la cadencia acaba. Ricercare una melodía. El escenario queda vacío. Mira al techo, la madera ascendente en bloques irregulares. Un bar casi vacío. Labios gastados. Mano sobre mano, Lichtstudie IV para violín y piano de Jörg Widmann. Ella canturrea, el último verano, algo de piel quemada. Recuerdos de una ciudad, años de aprendizaje. Una iglesia, humedad, poca visibilidad. Una cantante rubia de pelo largo. El fin de una historia. Rosas, nenúfares, sauces llorones. Espumas de Sloterdijk, capítulo sobre islas. Sigue con su dedo nacarado una frase especialmente enrevesada. No, aquí no es, se ha equivocado. Luego se vacía por entero. Sweet sweat. Morendo.

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