Algo huele mal en Dinamarca, quiero decir, en la música contemporánea. Ya no es sólo que no tenga público, algo por todos sabido, sino que es un problema estructural, hondo, de la propia música, de su existencia en nuestros días. O de su no existencia. Hace unos días estuve en el estreno en Madrid de
Ausklang de Helmut Lachenmann, máximo representante de esa llamada vanguardia musical del siglo XX. El compositor alemán estaba presente, y en un encuentro con jóvenes compositores habló un poco de su amistad con Luigi Nono, el que dio el giro copernicano a la música seria en el siglo pasado. Si con Schönberg, y luego con Webern, la música pasaba a despegarse de la tonalidad para entrar en otros mundos en donde se respiraba un aire raro, con Nono la música se desliza hacia algo más lejano aún. Aunque Nono es visto por la mayoría como el mejor ejemplo de arte politizado, de música que quería el contacto con los obreros de las fábricas, esto no es más que la intención de la particular utopía italiana de mediados del siglo cruel. El último Nono, el que también bautizó a Mauricio Sotelo, último alumno suyo antes del fin (y también presente en ese concierto, en su primera mitad, invirtiendo los términos), es un Nono que se aleja a años-luz de todo contacto con los hombres y entra en un planeta extraño, poblado de sonoridades que nunca antes se habían escuchado. Este Nono, el de
Prometeo curiosamente (una ópera llena de sonidos irreales que se subtitula muy apropiadamente
Tragedia de la escucha), está a un paso de la disolución, y tal vez por eso el compositor veneciano acentuaba las olas de fuerza y de luz que eran de alguna manera su contrafuerte contra la desaparición (de todo modelo, de todo sonido, de todo oyente). En estos últimos años, antes de su muerte temprana, Nono parecía interesado, como Giordano Bruno en un pasado lejano, en todos los infinitos posibles, sonidos o no. Una lontananza nostalgica utópica futura de la que hablaba en una obra anterior. No hay caminos, hay que caminar; o caminantes… Ayacucho. Toda esta última obra, de una resonancia especial, llena de ecos y silencios y llamadas en el vacío espectral, deben bastante al desarrollo de la electroacústica, a ingenieros de sonido y a poetas que estaban ya del otro lado. A finales de los años 50, cuando el estructuralismo estaba en su esplendor y la música tan cerebral celebraba sus bodas por todo lo alto con un partner de lo más analítico, Lachenmann se puso a coger de ahí las semillas para su propia revolución, una revolución que excluía todo contacto con lo burgués, la melodía-armonía-tonalidad-ritmos establecidos por la tradición. Sus obras de los años 60 denotan esta puesta en escena radical, es decir, su alejamiento de todo contacto “humano” y la búsqueda de la belleza en una cierta fealdad sonora, una contracorriente feroz que no tiene paragón en la historia musical de Occidente. El otro día, pues, estábamos ante un superviviente, el último representante tal vez (junto con Boulez el analítico, pero éste es otro cantar) de la música estricta de un mundo que ha cambiado y ya no tiene nada que ver con. Alguien le preguntó por la magia. La magia no existe, tal vez sólo el trabajo (ese supermercado de sonidos extraños no se abrió en dos días, ni en seis), tal vez si surge lo hace por azar, como todo en este mundo. Y sin embargo, la aspiración a la belleza se ha mantenido a lo largo de su carrera, y ahora, con 75 años, se encuentra en un momento en que puede echar la vista atrás y comprobar que el esfuerzo no fue en vano. La sombra de Lachenmann, como en otro siglo fue la de Beethoven (que apareció de forma fantasmal en la charla), es alargada, muy alargada. Todo el que es alguien en la escena actual ha estudiado con él. Ambos son, y con mucha propiedad HL, gigantes de la música occidental, que ya se ha convertido en otra cosa. Tal vez HL es el último hombre. Su fatigosa ascensión a la cumbre se convierte al final, en el último pasaje, en las últimas notas del piano, en una serena melancolía, un pensamiento de suave luz nos inunda, o nos despierta del largo sueño, tras la resollante escalada de cuarenta y cinco minutos. Su testigo ha sido recogido por el italiano Pierluigi Billone, el más radical tal vez de esta larga cadena de sonidos aberrantes no aptos para todos los oídos. En una obra como ME A AN, para voz grave y orquesta, pareciera que escuchamos los lamentos de almas condenadas en el infierno: justamente, porque hemos vuelto a ese lugar del que ya no se regresa (si Prometeo robó el fuego de los dioses, aquí Lucifer nos ha encadenado para los restos y no hay escapatoria; pero qué digo Lucifer, si son los Cenobitas de Clive Barker). Billone, con esos títulos extraños y repetitivos, nos trae tal vez el último fragmento de un necronomicón que sólo puede entendido por los adeptos de MúsicadHoy, con el valiente Güell a la cabeza, un superhombre tal vez…
Y sin embargo, hay otro mundo, y está en este. Se llama Michael Daughherty y nació del otro lado, tal vez en otro mundo más feliz, una Arcadia que ya no existe. En su Antiterra, conviven alegremente Superman, toda su camarilla de personajes imaginarios, toda una estética pop y una alegre algarabía, junto con trenes nocturnos y fúnebres y hojas de hierba que llenan los parques de las afueras de ciudades en llamas. Superman está en Metropolis Symphony, y también hay un Deus Ex Machina, para piano y orquesta, obras ambas de un posmodernismo que es incluso más bello y desgarrado que el de John Adams o el de Corigliano. O bien tenemos a un recompositor como Wolfgang Mitterer, que titula una de sus obras
Music for checking e-mails, y en donde se convocan los fantasmas de Bruckner o de Tchaikovsky. En una pieza no menos ingeniosa, el compositor austríaco mezcla sonoridades barrocas y espectros posmodernos en
inwendig losgelöst, creando en el oyente esa subversión temporal en la que los recompositores son especialistas. Todo lo que ha sido, puede seguir siendo y será, pero el timbre ya es otro, y esos sonidos espectrales nos llegan como la luz de una estrella que ya ha muerto. En la resaca, creo escuchar esta música que me llama de una manera apremiante, y sin embargo, yo no soy el indicado, pues es una música de nadie y para nadie. El mensaje no tiene un destinatario concreto, hay múltiples blancos.
Mahler. Symphony X. Recomposed by Matthew Herbert, el pope de la música electrónica, cuyo último trabajo es un álbum compuesto a partir de las grabaciones del ciclo vital de un marrano. Nos estamos alejando del Planeta Lachenmann, me temo, es decir, Centroeuropa-Zentropa ya apenas se ve, es un punto ínfimo en el universo vasto y silencioso. Hay muchos más autores que están creando la nueva música, una música no posmoderna en el mal sentido de la palabra, peyorativo, de música si dirección, sin valor, una música ramplona hecha de tonalidad y melodías facilonas, música para películas intrascendentes. La vuelta a la tonalidad, en algunos casos, es una buena señal de que es posible una vuelta del aburrido público que estaba en Radio 3 o en yermos contemporáneos, festivales de world music o vete a saber. Jesús Rueda ya aparece en el catálogo Naxos, lo cual es buena señal (su
Viaje imaginario y la Sinfonía número 3, titulada muy apropiadamente
Luz). Aquí nos encontramos con otros mitos: Fausto, Orfeo, el laberinto…, mitos que nos hablan de una lucha y un regreso, no la condena en ese infierno interminable de Billone o Ferneyhough (carceri d’invenzione, la caída de Ícaro, Prometheus, Cassandra’s Dream Song, Funérailles: todas condenas). Y sin embargo, no debemos olvidar una posible salvación de parte, en el terreno de, los grandes nombres de la Sombra: Boulez compuso un Rituel in memoriam Bruno Maderna (el otro veneciano de pro), que es la obra mágica dentro de la ortodoxia de la vanguardia. Música bellísima, como señala Sir Simon Rattle en ese documental sobre la música orquestal del siglo XX, tal vez la obra que nos reconcilia, aunque sea por unos minutos o un día especial, con la áspera música de los hipercerebrales. Andrés Ibáñez ha celebrado esa vuelta al romanticismo en nuestro comienzo del siglo XXI, protagonizado por
bellas pianistas que se exhiben en Youtube para deleite de los mirones, no sólo melómanos. Tal vez este gusto por Chopin o Scriabin es el nuevo signo de los tiempos, este viaje en una máquina rápida y si es posible en compañía de una amazona que siente el gusto por los hombres…
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