¿Una nueva radicalidad?

Luigi Nono :: la música comprometida
La tragedia de la escucha. Escuchar, es muy difícil. Yo creo que, hoy día, es una tarea imposible. Ya sabemos las palabras que escribió Nono en su última época, cómo estaba obsesionado por todo esto, por la arquitectura en la que los sonidos resonaban, cómo volvió en este sentido a Gabrielli y otros músicos señeros de aquella época, y cómo le preocupaba la pura materia sonora, fuera ya del contexto político en que se movió en los años más duros. Muchos han sido sus discípulos, pero no todos han conseguido entender su legado, y hubo otros que decidieron huir de su cerco y tomar nuevos senderos, para abrir un supermercado de sonidos extraños, como hizo Lachenmann. No se puede ser fiel al maestro, hay que superarlo, es negativo quedarse en su entorno, hay que matarlo de alguna manera. Lo que Nono pedía era ni más ni menos que un oyente activo, y es esto precisamente lo que no hay. Normalmente, el oyente está distraído cuando no zumbado, por tanta música horrible a mansalva. Inmersos en una sonosfera sucia (rock & roll is noise's pollution), no pueden percibir las microvibraciones del aire, distinguir los ppp con que la mayoría de compositores de vanguardia trabajan en sus partituras. En un mundo literalmente atronado, en donde el ruido ha sido elevado a la categoría de fiesta cuando no festival (cuando pasarse cuatro días enteros aporreando tambores es declarado patrimonio de ciertos pueblos), en un país pandemonio, la música de matices es algo que es declarado prácticamente inexistente. La música que avanza, la de creación, que es la última que distingue Sloterdijk en Extrañamiento del mundo, es además una música autista y un poco misántropa, que no necesita del público, como las otras, para existir y alcanzar su gloria efímera o más duradera. Pero es justo este paradigma de la comunicación por todos los medios, lo que hoy no nos podemos quitar de encima, y es por esto que la música es conformista, porque se adecúa a oídos poco competentes. Escribir pensando en el público es el principal pecado de los jóvenes compositores que no quieren sentir en sus carnes vanidosas ese rechazo mayoritario del público (ya digo, siempre escaso) que asiste a los conciertos. Toda una generación pasó por Europa y el mundo sin ser aceptada o mínimamente entendida, y fueron los años de la creación de ghettos musicales como Darmstadt, Donaueschingen y demás localidades que se jactaban de tener en sus recintos a lo más granado de la vanguardia mundial. Hoy día se siguen manteniendo, pero han perdido aquella aureola de sitios míticos o cerrados, por el hecho de que ya cualquier localidad quiere su semana de música contemporánea, como su Museo de Arte Contemporáneo, para no quedar mal con su tiempo. Pero a la vez que se abrió la veda para el libre concurso de sonidos por doquier, también se puso todo ramplón, y cualquier pelagatos es celebrado cuando antaño se formaban tremendas broncas, cuando eran todavía tiempos de sinceridad a la hora de sentenciar un estreno.
Los años radicales, hay que decirlo con todas las letras, han desaparecido, tal vez para siempre. El terrorismo sonoro de un Varèse, de un Xenakis, la extrañeza de un Ligeti o la complejidad de un Carter ya no existen entre nosotros, y los que triunfan o se mantienen en los circuitos de la contemporánea son los más accesibles, los más coloristas o tonales, casos de Shostakovich, Takemitsu, Schnittke o Magnus Lindberg, principal exponente del eclecticismo actual. Si hacemos un repaso a las décadas anteriores, podemos hacer un primer corte hacia los años 60, cuando irrumpe el minimalismo en Estados Unidos, coincidiendo más o menos con la revuelta beatnik y la aparición del pop tipo Beatles. En su versión dura, como Reich, Feldman o La Monte Young, es una música que hace pensar o meditar, que te coloca en un estado de éxtasis singular, y que no es más que contaminación de toda esa maravillosa influencia oriental que tuvo en Cage su máximo paladín. Estos años lisérgicos no volverán, esa experimentación a lo Harry Partch es decididamente extemporánea y habrá que esperar a un próximo terremoto en la Costa Oeste para que surja un clima similar. En su versión blanda, el minimalismo ha llegado a la vieja Europa y se ha dado a conocer en su peor vestimenta, con los ejemplos de Glass, Adams y otros popes del menos es más. Encontramos en estas obras, como el Concierto para violín del primero o Tromba lontana del segundo, una reducción a sus mínimos elementos del pragmatismo americano, de su gusto por lo popular, por una música de cada día y para el hombre común, como en la fanfarria del Padre Ives.
En esos años se da la máxima experimentación, también en Estados Unidos, de lo cual es ejemplo máximo un valioso doble CD del sello Vox Box, con obras para cuarteto de cuerda compuestas entre 1950-1970, por autores como Crumb, Feldman, Druckman, Hiller y otros menos conocidos aún. Una pieza escrita a principios de los 70 por George Crumb, contra la guerra de Vietnam, titulada Black Angels, es el mejor ejemplo de esa radicalidad extrema de los Estados Unidos, pero que pertenece sólo al genio creador de Crumb, no es extensible al resto del país. Lo vamos a decir claro de una vez: la música del siglo XX es la más variada y diversificada de cuantas se han escrito a lo largo de los siglos, y cada autor tiene su mundo, y estos mundos pueden ser tan bellos y magnéticos como los que crea este Crumb, pedazo maravilloso de una tierra singular de voces de niños, insectos y metales a flor de piel. Mientras en Europa los popes de Darmstadt se quebraban la cabeza con ecuaciones de tercer grado, asíntotas e hipérboles, y surgía la música estocástica en Xenakis, en otras regiones del mundo se vivían los primeros rumores de la world music, primer síntoma de globalización que conocemos hoy en su máximo esplendor, pero todavía escasamente aprovechado. Vinieron los 80, y empezó a decaer la fuerza de los maestros; por contra, en Francia y alrededores surgió la última escuela o tendencia que conocemos y que ha tenido repercusión, la música espectral desarrollada a partir del "sonido redondo" de Scelsi y de las investigaciones con el espectrógrafo, analizando en detalle una sola nota sacada habitualmente de una cuerda grave. La obra maestra que ha quedado, pues su autor se nos fue, se titula Les Espaces acoustiques. En los 90 algunos solitarios morirían (Messiaen), y los que quedaban se volvían más accesibles. Surgieron también nuevas voces, y algunas de gran calado, como la de Julio Estrada, cuya ópera Murmullos del páramo basada en Rulfo se podrá ver/ escuchar en breve en Madrid.

Olga Neuwirth :: femme terrible de la música actual
Pero digamos que esto último, la supuesta continuación de las vanguardias por manos jóvenes, es lo raro, y que los jóvenes se apuntaron enseguida a lo más convencional, a tratar de llegar al público, ser aplaudidos y queridos, como no lo fueron sus "padres" espirituales. Es el tiempo del "todo vale", o la comunicación al poder. La historia de la música aparece como una caja de herramientas, que puede ser usada a discreción o de forma indiscriminada (A. Part, Gorecki, Schnittke y su poliestilismo, los nuevos sincretismos, el neorromanticismo de Penderecki, la "vuelta a las formas" --sinfonía, sobre todo). La vanguardia americana sigue siendo una desconocida en su mayor parte (ahora rescatada en sellos como Naxos o Mode, tras su paso por New World Records). La vanguardia europea, cuyos máximos representantes ya huían de sus dogmas en los 70, se apunta también al eclecticismo, como la vía libre para la mayoría de los compositores nacidos en los 60 y 70 (sólo compositores como Olga Neuwirth o Johannes Maria Staud beben de las fuentes más radicales y realizan discursos coherentes en su posmodernidad cansada). Algunas jóvenes promesas escriben música mixta, con parte instrumental y parte electroacústica, y en algunos consagrados alcanza su perfección esta modalidad: Kaija Saariaho, Jonathan Harvey, por ejemplo. También la ópera ha vuelto con fuerza en las últimas dos décadas. Nada ha muerto, todo se ha reciclado.