sábado, abril 17, 2004

Jardines secretos

¿Un día sin música? ¿un día sin haber escuchado algo importante? ¿no hay nadie ahí fuera, más allá de las ondas palpitantes? ¿por qué los hombres malos? ¿vuelven las voces de la infancia, con pelusas? En la espera, de algo, de alguien, en la esquina, se me espera, una vez nueva, tal vez...
Tengo ya muchas ganas de que llegue la semana que viene, el jueves por la noche, y poder irme de nuevo a Madrid. No me gusta este lugar, para qué negarlo, y no me gusta desde hace tiempo. No es sólo la gente, la falta de cultura, de actividades que merezcan la pena, el fascismo cotidiano... Es algo más, tal vez la necesidad de escapar, de permanecer en otra parte. Pero sé que esa huida permanente tampoco es posible, y cansa, y te hace daño.

El concierto de anoche fue realmente bueno, uno de los mejores que han dado por la Clásica en mucho tiempo. Ives y Takemitsu te llenan de esa calma que tanto hace falta. "La pregunta sin respuesta" es un canto al sinsentido del universo, a ese permanente fluir hacia ninguna parte, que las cuerdas dibujan con energía; la trompeta, los seres vencidos por la duda, lo que no puede ser contestado. Y las maderas, que tampoco pueden dar el mensaje que nos salve. No tenemos salvación.

Mientras pienso cómo seguir con la novela..., mientras acabo la novela de Nabokov, tan espléndida en su humor negro, tan malísimo este Hermann..., sonrío entre dientes..., y escucho.

Un amigo me dice que se ha enamorado, o algo así. Ahora se está hartando de follar, dice, y es algo a lo que no estaba acostumbrado hacía muchos meses. Ahora tiene hambre, pero seguro que se cansará. De todo se cansa uno. Menos de una cosa...

viernes, abril 16, 2004

Viento

Petals, página-proyecto de Kaija Saariaho

... y entonces supe que era el viento..., reza en uno de los títulos de Toru Takemitsu, compositor japonés que sonará esta tarde-noche en un concierto que emite Radio Clásica desde Madrid, desde el Teatro Monumental. Hoy es un día ventoso. Me dice una mujer argentina que conozco que antes, le han dicho, esta costa era llamada así, "la costa del viento", y yo asiento, incrédulo, porque no sé bien qué pensar. La cosa es que los días como hoy, invitan al sueño, a quedarse más tiempo en la cama, los sueños vienen más ligeros, todo cobra un carácter más terrenal y a la vez aéreo, nos invitan desde alguna parte a sobrevolar las nubes, lejanas nubes pasajeras, como la vida entera, te daré la vida, pero no, mira, no...

... desde mí fluye eso que tú llamas Tiempo..., y habla la música, enteramente el sonido congelado, la imposibilidad de la memoria.




En el comienzo, fue la Percusión..., cinco conjuntos. Luego, tal vez antes, Charles Ives, el más rupturista de los compositores norteamericanos, siendo a la vez el Hombre Tranquilo, el agente de seguros que se hizo millonario y que en sus ratos libres se dedicaba a fantasear, y luego poner sobre el papel pautado, las diabluras que recordaba de cuando era joven y escuchaba esas bandas entrecruzadas, en las que también tocaba su padre. Las bandas de música no me gustan, pero tal vez es debido a que las bandas aquí se asocian fácilmente con la semana santa y procesiones de brutos, y es por eso que no las soporto. Malditos legionarios, música inferno.

La hierba, el trigo verde que va a la Ermita, está crecida, y el viento la mueve, cimbrea sus pálidos cuerpos, y eso no hay mujer que lo realice. Hay algo que se echa de menos, se busca una trascendencia, que no está en las nubes, pero tampoco en la carne libidinosa. Leo a Nabokov, algunos diarios medio porno, y esos foros en donde nadie se atreve a decir las Cosas Importantes.

El sol atraviesa el viento, hace que su espalda, la espalda del viento, el viento que me gusta es el que no cesa, el que te vuela, te arrastra casi, como aquel día por Siena, te tenías que agarrar a las ventanas, a unos hierros que había colocados de la época medieval, cuando había animales por las calles. Pero Siena es casi el Paraíso, y yo sigo aquí, en esta vulgaridad de cemento y motores a explosión.

jueves, abril 15, 2004

Vacío

Sigo leyendo a Nabokov, el mejor de los escritores posibles. En "Desesperación", consigue crear un narrador que es todo un hito en su carrera, pues es el primer cínico rampante de su obra, alguien que podría dar la mano, fugazmente, en una pesadilla, a Humbert Humbert. También sigo escuhando a Kaija Saariaho, y me peleo con algún que otro forero a causa de ella, de su estilo casi oriental, frente a la bastedad de Occidente. Y sin embargo, hay algo de estas tierras crepusculares que no cambiaría por nada; algo de eso lo vislumbré en Salamanca, la semana pasada, entre la piedra y las extrañas esculturas de algunas fachadas. El tiempo, ahí fuera, también está cambiante, desearía que una avalancha de agua hiciera como con Rincón de la Victoria, en todas las demás poblaciones de esta vulgar Costa del Sol, que cada día me da más asco. Todo eso que escucho en boca de los otros, los fugaces y no tan fugaces turistas, es algo tonto, producto de la ignorancia, del deslumbrameinto por estas luces que les ciegan. Esta costa es la cosa más sucia, ruidosa y vendida que se pueda uno imaginar. Fantasías de perderme en el Norte.

Por un momento, mientras estaba tecleando mentalmente, he pensado en ese tiempo sombrío de mi vida, cuando la depresión, tras separarme de mi ex, en que el vacío ya no fue sólo una palabra de los libros, sino una perversa realidad. Es como tratar ostinadamente de meterte en una fiesta, de donde te echa una fuerza invisible; estar en un lugar rodeado de gente y escuchar sólo ruido, ese ruido, esa cosa llena de idiotas en la boca, que decía Shakespeare. La vida, cuando deja de tener peso, cuando vuelas en el malsano aroma del alcohol, el humo, cuando todo es Droga. En ese tiempo conocí a mendigos reales, otros infiltrados--como yo--y algunos que estaban de paso, para perderme, casi que lo consiguió uno de ellos, el Austríaco. En ese tiempo, zumbado, por esas calles, lleno de la mala sangre del vino, el ron y demás pócimas de la muerte lenta, no era yo realmente. Pero, ¿quién soy yo, quién me habla cuando no tengo ganas, quién me habita cuando estoy en sueños? La conciencia es una cosa bien extraña.

Siento, a veces, que el mundo, lo que me rodea, es un circo gigantesco, una montaña fangosa que se me viene abajo. Hay ruido insoportable que viene de todas partes, de la juventud idiota, de los campos de deporte, de los pabellones cubiertos, de las casas de los gitanos, de los coches que pasan como engendros mecánicos con sus ocupantes que ya pertenecen a la Máquina. Harto, hablo con desconocidos, y hasta hay momentos de verdadera alegría.

Un día, estos chinos y japoneses, estos orientales con sus cacharritos y sus dibujos obscenos, dominarán el mundo; tal vez será peor que el Imperio Americano.

miércoles, abril 14, 2004

Desde pequeño me recuerdo leyendo, sumido entre páginas, recreándome en letras, palabras extrañas en carteles, por las calles, abandonado al placer efímero de la lectura, del recuerdo fugaz de lo leído. Casi tanto como el placer de tenderse junto a la hierba de la acequia, en el cortijo de uno de mis primos, y perder la noción del tiempo. El tiempo es lo más extraño, mucho más que el espacio. Por eso la música, para vivir en el presente eterno, perpetuo girar de la cabeza, cabeza que se esfuma entre las nubes..., es el placer máximo, mucho más que volar en avión, que dormir y rendirse al sueño, y volar de otra forma... En la noche, con Kaija Saariaho, de quien ha dicho un forero que está menopáusica y por eso escribe con ese abandono, ese espíritu etéreo que me fascina, que me atrapa como ninguna otra cosa. Hoy, el concierto para violoncello de Elgar, esa música "lenta" que nos hace flotar, que nos hace pensar en la Jacqueline du Pré, al borde de la muerte, sus piernas entreabiertas, y surcando el aire entre los ojos..., aunque mi versión es otra.

Hay gente que disfruta con el sexo, o con la comida, o con poner el coche a 180 en la autopista. Naderías. Sólo hay un placer indescriptible, junto al perderse en historias ajenas de calidad, y es la vivencia de esa anulación de la memoria, de su imposibilidad, que es la música.
Después de los días pasados, en que estuve ausente por mini-vacaciones y demás, ahora la verdad es que entre una cosa y otra, apenas tengo tiempo para escribir algo aquí. También he estado pensando sobre si mantener esta especie de diario o no. Por un lado, sé que tengo que continuar con la novela empezada, que tengo que concentrar todas las energías y las palabras ahí, donde la creación exige otro tempo, otras palabras.

También, he conocido alguna que otra bitácora, en realidad muchas son diarios en la red, y he descubierto un poco este mundillo. Me he sorprendido de algunas historias, he contactado con alguna gente que escribe sus confidencias aquí, y la verdad es que también he pensado si seguir con la música como leit-motiv, o dispersar un poco los asuntos...

Prima la musica, dopo la parole......

martes, abril 06, 2004

 Bitacoras.com

Ruido

Es terrorismo también ése que viene de fuera, de la calle de todos los días, de la carretera que machaca los oídos, de esa supuesta gente que va dentro de los coches y que es asesina en potencia, que aprovecha cualquier paso de cebra para demostrar sus intenciones, sus perversas intenciones de dejarte para el desguace. Es terrorismo el del día a día, el que tapa con ruido espantoso el posible rumor de la primavera. Leer en Nabokov de los primeros años ese clima suizo o inglés, ese caer de las hojas, esos jardines..., como de otro planeta, y no han pasado tantas décadas. Y hasta Varèse se emocionó con los jóvenes motoristas que sabían cómo editar un "sound"--en términos curiosos de Sloterdijk--.

Asco me da todo esto, y más ahora que se avecina el buen tiempo, las vacaciones, la multitud en esta costa de la turbamulta y la confusión y las cosas mal hechas.

lunes, abril 05, 2004



Mediante esta web del Ensemble Sospeso se puede acceder a un montón de información sobre los mejores compositores del momento, y también de las vanguardias no muy lejanas. Hay entrevistas con algunos de ellos, programas del grupo, reseñas, etc. Y el diseño es bastante bueno.

No sólo magia

Música de Hoy

El pasado día 27 de marzo estuve en el Auditorio Nacional de Madrid, dentro del ciclo Música de Hoy, para escuchar el concierto homenaje a Luciano Berio, que hace casi un año que nos dejó. Era también la primera vez que escuchaba al grupo belga Ictus. Unos monstruos en el escenario. Su informalidad en el vestir era algo que llamó la atención de más de uno y de una, pero lo que importaba era la música, y ésa sonó con una fuerza innegable. Casi dos horas de pura magia, de revisar los códigos de una vanguardia, que en conciertos así permanece viva.

Anoche, también Berio, esta vez en la radio, Radio Clásica. Hace tres años estuvo en Madrid, dirigiendo sus propias composiciones, con músicos de la Orq. de Cámara Reina Sofía. Ni que decir tiene que el programa, con las Folksongs para terminar, era otro acierto total. Otras obras, otro mundo, pero siempre el aventurero, el cantor de la voz, el que explotó todos los instrumentos posibles.

¿Magia? No, simplemente, un artista en estado puro.
En la escucha: Angolo divino de Horatiu Radulescu, por la Orq. Sinf. de la SWR de Baden-Baden, dirigida por Zoltan Nagy, dentro de las Jornadas de Donaueschingen, el 14-10-1994. Este compositor juega con las masas sonoras dislocadas, con los vientos a presión y con las percusiones ya sea en plan delicado, o en gran volumen, creando texturas rarificadas que no tienden a ninguna parte, a ninguna conclusión; masas de aire, sonidos que circulan, hacia arriba, o en el entreluz de dos momentos igualmente importantes. No es la mejor música para escuchar después de comer, pero tampoco creo que en la medianoche te provoque buenos sueños. Es algo casi desquiciado, desquiciante. El público, por lo que se puede apreciar al final, con los tibios y dubitativos aplausos, no disfrutó con la dura prueba. Para mí, es música que demuestra una vez más la autonomía del sonido en estos tiempos de ruido y confusión. Pareciera que nunca termina, los deslizamientos son impredecibles, y una hosca llamarada, un viento a ráfagas, frío pero consolador al fin, nos llena.

Ángulo sagrado: porción de espacio santificado que en ciertos tipos de habitaciones euroasiáticas corresponde al pilar central y desempeña, por consiguiente, el papel de "Centro del Mundo". Se piensa que el alma del muerto sale por la chimenea (agujero del humo) o por el tejado, especialmente por la parte donde se encuentra tal ángulo.

El sol brilla fuerte, se cuela por entre la vegetación salvaje del descampado, hace que la hierba adquiera otra tonalidad, ese verde amarillento especial, que chorrea de las ramas, que hace que las mariposas se yergan sobre la vertical del cielo muy azul. Es la primavera, por fin.

Sé que tras todas las turbamultas del mundo exterior, permanece la esencia, la calma cuando te echas un poco en la cama, y te abandonas a la música, y ella entra en tí, como la luz tan tibia, como el rugido de las olas, lejos, lejos. Se está a la espera, de algo, de alguien, algo puede pasar. Hace cuatro años, todo se desmoronó en esta vida que llevo, y fue con la promesa de una nueva casa, de un habitar otro, lejos de la pequeña cosa que nos albergaba. La esfera, como dice Sloterdijk, se vino abajo, se rompió, y hubo la crisis, la depresión sobre la que escribí tanto después, y aún ahora. Vivir es construir esferas, de reposo, de lucha, la tensión y el anhelo, y casi la felicidad, como una pompa de jabón. Entonces, en aquel mes de mayo, pensaba que todo era también brillante. Duró poco la alegría. Quedaba la música, Trilok Gurtu, o Dissidenten, o tal vez algo en la playa, al final del verano. Temo a la estación de la luz radiante, de la luz que quiere cegarlo todo. La semana pasada ha diluviado cerca, y ahora ya nadie se acuerda. Por eso la música, lo más interior, lo más íntimo.
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domingo, abril 04, 2004

Domingo... tedio

Después de comer, tumbado en la cama, escuchando uno de los vinilos que me pillé esta mañana del Rastro al que suelo acudir: la Sinfonía en re menor, op. 48 de César Franck, en versión de la Orq. del Concertgebouw dirigida por Willem van Otterloo, un histórico de la orquesta holandesa. Enseguida, reminiscencias wagnerianas, compositor que entreví en otros cassettes, en otros discos, otras versiones de mi trayectoria matutina. El movimiento lento está lleno de misterios, hondonadas, revueltas anímicas: el arpa, las cuerdas punteadas, y luego el paso a una sección más viva, pero no menos poética. En el allegro final, se vuelve a la viveza del comienzo, esta vez el primer tema es el que domina, y con qué fuerza. Mientras tanto, el perro, Fofó, descansa bajo la cama, mi pequeña cama, en un hueco de no más de diez centímetros, entre la cama, la cortina azul y el armario empotrado. Cuando meto una mano para tocar su lomo peludo, saco algo de polvo, pelusas, unas hojas sueltas en donde, hace tiempo, anoté sueños, y más aún: unos coleccionables, de sellos del mundo, Mongolia, Malasia, países lejanos por entonces, antes de la globalización. Es extraño todo: también el músico francés, a finales del siglo XIX, podía ver todos esos países como regiones exóticas en donde aventurarse. Pero ahora todo esto es como una anécdota en el mar que todo lo abarca, lo empequeñece, pequeño mundo, en donde todo descansa, igual, pero áspero, sin alma.

El domingo es válido hasta cierta hora, a partir de la cual se convierte en un pozo, una estancia vacía, un lugar de modorra, sería mejor que todo terminase entonces, después de la comida, y ya hasta el día siguiente, el nuevo eón, pero sin esa melancolía del día-descanso. Esta música, tal vez, ayuda a pasar la jornada, las horas desvaídas, en que hasta los animales buscan el rincón más oscuro para resguardarse. Termino de leer, pero no del todo, la novela de Crumey: historias interminables, que no quiero que acaben... La inventiva a toda marcha, el narrador menos fiable que te puedas imaginar. La Imaginación al poder, esta vez sin triquiñuelas de juventud aburrida. L' ennui. Si la vida fuera un domingo eterno, el vértigo propuesto por Cioran. Hace tiempo.

sábado, abril 03, 2004

La música puede que sea lo único sagrado que nos queda, pero no siempre encontramos las circunstancias adecuadas para escucharla como se merece. Es decir, escucharla realmente, no sólo oír. Pero incluso así, la escucha atenta es muy difícil, casi imposible, a no ser que se realice en el interior, el pozo profundo de la noche, que ya cada vez se adentra más en las horas del lobo. Todavía a medianoche quedan ruidos en el vecindario, y se hace fastidioso ponerse con determinadas obras que rozan el silencio cuando ahí fuera quedan los restos del día, que se resisten a caer en el sueño de los necios. Entonces, es agradable pensar que la escucha flotante también nos depara un conocimiento, un placer alargado en el tiempo. No sólo viene esa melodía por la espalda, y nos deja una caricia que es como una brisa; sino que en los momentos deslucidos de la jornada, lo que entonces pasó como pájaro de paso, ahora se instala, promete una morada para cuando somos desgraciados.

Estaba hace un rato escuchando--o más bien, tratando de--Mozart, su concierto para piano nº 20 en re menor, K. 466, por Murray Perahia y la English Chamber Orchestra, cuando hacia el final de la Romanza (el segundo movimiento) noto que algo se viene abajo, haciendo un ruido deslizante, una masa de papel que aterriza a lo largo del espacio hacia el armario que frena la onda final. Mi torre de periódicos, que tengo que colocar de nuevo, es algo que no es la primera vez, pero bueno... La habitación es pequeña y ya no me queda mucho espacio para colocar nuevos materiales, estos restos de vida, y esta vida en porciones, y este guardar por vicio, por el vicio vital sin el cual no sería. La música sigue, ajena a este incidente, porque está en otra órbita, porque es la felicidad cuando en todos los demás círculos hay niebla y duele la carne. Aunque sea un concierto muy popular, siempre sorprende por algún giro, alguna pausa inesperada, sobre todo en versiones de maestros, como es el caso. Cuando termina, los viejos diarios, los suplementos culturales, algunas revistas, ya están en su sitio, como si nada hubiera pasado. Desde alguna parte me llega el anuncio para salir de casa, tengo prisa, un amigo me pidió que le hiciera un recado. Lo dicho: no tenemos calma, siempre hay que estar en otro lado; por eso esta música intemporal nos promete el tiempo, el presente absoluto, por eso...

Y, otra cosa: ya sé quién es Pfitz, un personaje de la novela de Crumey, que se convertirá en otro narrador incansable. Eso me promete otra búsqueda, del libro que me falta de la trilogía que ha publicado Siruela. Pronto.
Sin la compañía fiel de la música, nuestra vida sería realmente triste. Cómo no acordarse de las palabras de Cioran, cuando decía que su vida en el país natal habría sido una ruina mayor de no ser por la música de Mozart. El otro día, me sorprendo al escuchar una pieza para piano solo, la Fantasía en re menor, K. 397, tocada por John MacCabe. Enseguida me di cuenta que ya la había escuchado otras veces, en alguna película de cuyo nombre no podía acordarme, tal vez una reciente. La pieza parecía venir hasta mí, desligada del resto, y hasta hubo un momento en que pensé que era algo fuera de Mozart, una piedra estelar en mitad de un páramo, una seda para la paz del espíritu. Los cambios constantes en su desarrollo hacen que no puedas relajarte del todo, aunque al final sabes que terminará, y es como el proceso de la felicidad, el engaño de los sentidos, el sol que surge entre las nubes, para volver a esconderse. Como la lectura del Nabokov primerizo, el de sus novelas berlinesas, como Mashenka o Tiempos románticos. Ganas de escapar del tiempo y salir en busca de ese espacio en donde sólo es posible ser feliz; pero ese lugar es un no-lugar de la memoria, que se evapora apenas se acaban las imágenes del recuerdo. En las páginas finales de la primera novela, todo vuelve a la cruda realidad de los trenes que pasan rozando tu ventana. No el despertar fastidioso de un sueño amado, sino la música y el sonido de lo que se probó y no se recuerda más que en su falsedad anhelada.

Es una hora desierta, y un hueco en el tiempo, por donde se cuela otra pieza, el Adagio, K. 540, que nos hace retornar a la tierra de la infancia, que nunca fue así de plácida, sino todo lo contrario. La tranquilidad, ni siquiera al anochecer, ni en la medianoche, después de escuchar a Johannes Maria Staud, un joven compositor alemán que no ha cumplido los treinta años. Su piano es resonante, pleno de sentido escurridizo, y ya sea en solitario o con apoyo de orquesta, crea una belleza muy de este tiempo. Más de dos siglos después, el tremendo instrumento nos sirve para hacernos vivir en la esperanza de que hubo un tiempo en que todo era más intenso y más posible. Staud parece un chico serio, que sabe lo que quiere, y cómo conseguirlo. Tal vez a la noche, se abra de nuevo el manto, olvidemos que estamos desterrados, mediante un zarpazo eficaz, vendrá la misteriosa, y nos hará acurrucarnos otra vez.
Ésta es mi primera experiencia en el mundo, que supongo fascinante, de las bitácoras. No sé bien cómo empezar, y la verdad es que tampoco sé bien por qué tendría que hacerlo, pues nada empieza nunca, realmente..., y de esta manera, nada tampoco puede tener un fin. La primavera que recién empezó también lo hizo como un falso invierno, mientras al fondo las lecturas se acumulan, y una vuelta a casa puede transformarse en el espacio más melancólico; es cosa de los cambios que no son tales.

Las lecturas se acumulan, se dispersan, y un libro conduce a otro, y éste a otro más allá, como una red interminable de páginas que se leen al azar. Después del descubrimiento de Andrew Crumey con Mr Mee, insisto en él, como el asesino que goza en su pulsión de sangre, ahora con las nuevas caras del prisma dieciochesco, El principio de D' Alembert. Crumey parece encontrar un raro placer, que ya creía perdido en los novelistas de hoy, en contar historias, historias que llevan a otras, que tienen algunos nexos, pero que se ramifican extrañamente, siempre en busca de nuevas vías para enteender el mundo y la conciencia. Cuando todavía no he terminado sus páginas, encuentro en mi librería favorita Surely you're joking, Mr. Feynman!, subtitulado "Adventures of a Curious Character", escrito por el famoso físico Richard P. Feynman, en realidad, contado a Ralph Leighton (1985; Norton, 1997). En la portada aparece el físico, con rostro sonriente, delante de una pizarra escrita parcialmente, la mano derecha en el bolsillo de su pantalón, la otra apoyada en el bolsillo del otro lado. Según las reseñas, todas llenas de fuerza positiva, es una celebración de la misma multiplicidad que encuentra el viajero en Mercurio en la Cosmografía incluida en el segundo cuadro del libro de Crumey--que, no lo olvidemos, tiene formación científica--. Todo parece enlazarse, una cosa con otra, pero sin que sepamos en un principio captar esas afinidades.

El día está bueno, el sol brilla, la hierba está crecida, alta y salvaje. Creo que saldré a dar un paseo, antes de los festivos días que se avecinan.